Es el tercer lunes del año 2000, son las 9 de la mañana: Jair llega al hospital. Tiene dos años, es regordete y negro como un pan sobre horneado. Llega cubierto de sangre de la cabeza a los pies. Llora. Lo recibe en la sala de emergencia Mónica, ella tiene 22 años, se graduó hace tres meses como médico en una universidad privada, vive en el barrio bueno, está asustada.
Tras Jair, llega una turba. Un par de mujeres se amenazan con botellas partidas, están por encima de los cuarenta años, una de ellas es la abuela de Jair, no se entiende todo lo que dicen, pero hablan de sus hijos. Ambas tienen rasguños y sangre sobre el cuerpo. Ambas llevan ropas cortas, brillantes, ambas huelen a alcohol.
Entran la primera camilla, es El Tony, tiene 14 años, ya no respira, su única herida la tiene en la nuca. Sus pies son gigantes. Tiene puesta una pantaloneta verde, no trae camisa.
Después entra Francisco, 17 años, heridas en tórax: dos. Esta claramente intoxicado, se agita y corre de un lado al otro, llenando el piso de sangre, no permite que lo atiendan, no entiende donde está.
Quince minutos antes en el barrio malo, Francisco está sentado en la mecedora frente a su casa, carga a su hijo: Jair. Lleva dos días metiendo bazuco, le pagaron cien mil pesos por correr en una carrera de motos sin luz, en la parte de atrás del pueblo, la carrera entretiene a un grupo de amigos, que apuestan distintas cosas: cuántos se accidentan, cuántos llegan al final, y la más macabra de todas las apuestas: cuántos mueren. La ficha de Bazuco cuesta dos mil pesos: son muchas fichas. Las vende el Gino, en la esquina y él las trae de lejos en el bote del Patrón. El Patrón paga para que no lo molesten en la entrada, como paga por las carreras a ciegas, por las putas, o por las campañas de los políticos de bien.
Deja una parte de la droga en el barrio malo, lo demás se manda más para el norte, para que llegue a otros barrios malos, de otros pueblos, a otro precio. Francisco está loco, lleva dos días sin comer y sin bañarse, solo pide que le traigan a su hijo, lo deja sobre sus rodillas mocoso y sigue errante el sonido del pick up al fondo.
Pasa por ahí El Tony, dejó el colegio hace tres meses, está robando en el centro por la tarde, se burla de Francisco: lo quema. Pero Francisco no sabe qué pasa, no entiende, no puede coordinar una respuesta. Se levanta mientras sostiene a Jair con su brazo izquierdo, se hace a un cuchillo que estaba cerca y se lo inserta a El Tony en la nuca. Cae con los brazos espásticos, en cámara lenta, sobre la calle sin pavimentar, frente a su madre. Francisco empieza a correr con el niño en brazos, no lo suelta ni siquiera cuando los vecinos lo cercan y de la nada alguno le clava dos puñaladas en las costillas.
Los llevan al hospital. Hasta ese momento no había mucho lio, Mónica toma al niño y empieza a limpiarlo, no tiene heridas, de milagro no le pasó nada. Se tranquiliza. Se muerde el labio para no llorar, la escena casi coreografiada de sangre y gritos la altera, lamenta por el futuro de pequeños como Jair, seca sus lágrimas y consuela al niño.
Su turno termina y entrega los pacientes a su colega. Espera en la puerta que llegue su papá a recogerla, lo llamó antes en medio del alboroto. Él le dijo que se cuidara, que esa gente es peligrosa, que no se exponga. Le dice que pasará por ella, porque llego la tía Gertrudiz, que salgan de compras y la lleve comer a un sitio lindo.
Una camioneta entra hasta el estacionamiento de las ambulancias, Mónica se sube, y antes de cerrar y ajustarse el cinturón, el Gino detiene la puerta: “Patrón, parece que el Francisco mató un pelao”.
