La rutina establecida vivía entre ellos, los últimos diez hijos del feliz matrimonio cenaban a las siete y se acostaban a las 8:30. El menor de los muchachos, cuyo cuerpecito se había quedado pequeño compensando la indomable imaginación y la verborragia que usaba como arma, se había despertado hacia unos meses en medio de una pesadilla en la que sin muchos resabios el mismo diablo le había reclamado por sus fechorías.
A partir de ahí había decidido dormir con la sábana hasta la coronilla y con una cruz de madera sobre su pecho, luego que como en un ritual rezara 'el ángel de mi guardia' en un idioma que nada entendía. Como todo era rutina, también en rutina convivían las viseras de los niños y estaba tan acostumbrada la panza del chico, que cada mañana justo a las seis, dejaba salir de él un espíritu maléfico, que se anunciaba estruendoso, inundando la habitación con el recuerdo azufroso del demonio que le visitaba en sueños.
Tanta era la rutina y el estruendo que provocaba el chico y su intestino, que cuando la cruz de madera caía, sus hermanos se levantaban con esta diana, para iniciar su día con la exactitud de un cronómetro.
Esa mañana vino la tía de Panamá, esa noche la cena se dilató y se acompañó de helado, un manjar tan raro como la sonrisa de la abuela. Tanta dicha, tanta alegría, cambió la rutina de los chicos y de paso también los hábitos de las entrañas del muchacho, que aceleró su ritmo levantando a la tropa una hora antes.
En una cadena de sucesos, se vistieron los diez para ir al colegio, prepararon el té, alistaron los libros y salieron, y aunque vieron algo más oscuro el cielo, las evidencias eran suficientes, y jamás había fallado la tripa del chiquillo.
Cuando llegaron a la puerta, se vieron solos, pensaron que se habían equivocado de día, que tal vez era sábado, pero no podía ser así, si hace dos días fueron a misa. Entonces levantaron la puerta de madera del colegio a piedras, levantando a las monjas que salieron enojadas para combatir a sus asaltantes, los diez chicos trataron de explicarse, pero las voces se interrumpían y como el escándalo se hacía mayúsculo, la superiora junto a las otras cinco religiosas, arrearon a la manada hasta hacerlos compadecer ante sus padres.
El argumento era simple, pero cuando el muchachito empezó contando su sueño con el diablo, que era la razón por la que dormía cubierto y con una cruz en el pecho, de cómo su cuerpo se levantaba a pedazos empezando por su barriga, de cómo la caída de la cruz despertaba a sus hermanos, y como había sido así siempre, de las alteraciones que habían sido suscitadas con la visita de la tía, el cuento pasó de ser inusual a hilarante, el castigo fue confesarse y la confesión fue a las seis de la mañana.