Un avión se cae con un equipo de fútbol adentro. Hombres sanos y en forma. Casi todos mueren. Una niña pobre es abusada y muerta en un departamento lindo, por un tipo ‘bien’. El dictador revolucionario más icónico de Latinoamérica muere de viejo. Un país dividido por la incertidumbre de la guerra se gana el premio nobel de la paz. Una tormenta se hace huracán, y se hace tormenta tan rápidamente como el flujo de noticias. En el país de las libertades, un hombre que promete acabarlas gana las elecciones democráticas.
Hasta hace tan poco el poder de conocerlo todo era tan ajeno a la naturaleza humana que fue considerado el pecado original. No en vano el árbol se llamaba del conocimiento y daba un fruto, al que la cultura popular hizo manzana, pero podría haber sido más bien una noticia. Un titular en primera plana, con letras en negrilla, subrayada y en cursiva: “Se sabe que el diablo se viste como serpiente” Pudo haber sido un curso rápido de lectura, una red social, un tweet.
Hoy nos bombardea un sin número de epígrafes, que apenas asimilamos antes de tener una opinión, una opinión que más vale sea la compartida de manera universal, un argumento mal preparado que defiende una ideología recién armada. Pronto tenemos palabras en común: Psicópata, género, controlador aéreo, socialista, comunista. De pronto se arman teorías, se renombran filosofías, se lleva al outlet la intelectualidad, al día siguiente todos somos expertos, como un mujeriego que se cree ginecólogo porque ha visto a 100 mujeres desnudas.
Pero no. No sabemos de todo lo que nos gloriamos, no sabemos cuanta gasolina necesita un avión para llegar desde Bolivia, apenas y podemos ubicarla en el mapa. No sabemos cuáles son las minucias de la complejidad de la mente de un pederasta, ni con toda la información recaudada en Criminals Minds, y en la unidad de victimas especiales.
No podemos hacer balances sobre el régimen cubano, cuando nos dejamos llevar por las estadísticas que inflan los extremos: o tienen una educación excelsa o están todos presos en cárceles deprimentes. No podemos todos hacer predicciones meteorológicas sobre tormentas tropicales, hablando de nudos y vientos cuando apenas sabemos elevar una cometa de papel.
Pero a eso nos ha condenado la información: excesiva y sin filtro, nos invade por todos lados, nos excluye de la conversación el desconocimiento. Nos hace sentir ridículos vivir en una sociedad donde todos conocen a todos los iconos, y nosotros preguntamos quien es el de la foto, sea el negro con el pene-anaconda, sea la quinceañera mexicana que invita a su fiesta. No importa. Debemos saberlo todo, siempre.
Estar incluidos ahora pasa por el dominio de un mínimo común de información que nos otorgue por un instante la experticia que da la lectura de la contraportada de un libro.
Nos hemos robado el tiempo de reflexión, de duda, de contradicción. Nos estamos ahogando en un mar de fotos y tweets, no podemos esperar, lo sabemos todo. Un proceso casi adictivo, morboso, depredador de información, con una insistente necesidad de opinar, sobre todo. Siempre.
Lo sé todo. Siempre.
