Regresamos a la isla de Providencia, pero esta vez de una manera diferente. No volamos en una avioneta pequeña desde la que se aprecia ese enorme lienzo de verdes, azules y violetas que el océano exhibe en este punto del Caribe. Ahora estamos allí abajo, sobre esas olas que desde las alturas se antojan planas, pero que se hacen sentir mientras el catamarán 'Sensation' nos lleva, a unos 45 kilómetros por hora, con la brújula apuntando hacia el norte.
Esta nave, con capacidad para 40 pasajeros, es una alternativa novedosa para isleños y turistas, que han encontrado en el viaje por mar una opción más económica de desplazarse. Y más aventurera, sin duda. Porque los dos motores del aparato son poderosos y aunque la seguridad que se siente a bordo es total, lo cierto es que adentro hay bastante movimiento.
No en vano a lo largo del centro de la cabina, cerca de medio metro debajo del techo, ha sido instalado un tubo metálico del cual es posible asirse para soportar mejor el bamboleo y evitar el mareo. Sin embargo, es necesario tomar precauciones para evitar malestares. Una hora y media antes de la partida, que es a las 7:30 a.m., es clave tomar un desayuno liviano y una pastilla contra el mareo. Otra medida es recibir de los miembros de la tripulación las pulseras que ejercen presión sobre un punto interno de la muñeca, e inhiben el efecto negativo de la navegación.
Durante el viaje, la compañía es un paisaje azul infinito así como el viento salado y reparador del mar. Los 90 kilómetros que separan a San Andrés de Providencia se recorren en unas dos horas y media. Hacia las 10 de la mañana atracamos en el muelle de esta isla de 17 kilómetros cuadrados.
Después de haber pasado tanto tiempo en el mar es necesario conectarse de nuevo con tierra firme. Luego de tomar un taxi hasta la zona hotelera de Agua Dulce para descargar el equipaje, una caminata de media hora hasta la playa del suroeste -con la misión de buscar el almuerzo- es provechosa para acoplarse otra vez. El ritmo lento de los pies que se hunden en la arena va de la mano con las melodías alegres del reggae que brota de las chozas de madera, pintadas de amarillos, rojos y naranjas.
La música se confunde con las olas y conspira con el viento que mece las palmeras para que cuerpo y mente entren en un estado ajeno a cualquier preocupación. Hasta comer resulta relajante aquí. Es lo que ocurre con el delicioso plato de langosta, pargo y arroz con coco que tiene más sazón en la misma playa y que sabe mejor todavía y provoca un efecto calmante cuando llega la cuenta: 23.000 pesos.
El restaurante se llama Arturo y la única forma de encontrarlo es preguntando en las casitas de la zona porque no tiene ningún aviso que indique que allí se sirve comida. Luego del banquete el cielo comienza a cubrirse de nubes, indicio de que se acerca el temido frente frío que desde la víspera había sido pronosticado y que obliga a una docena de pescadores del lugar a sacar sus botes del agua y arrastrarlos a tierra.
Un par de horas más tarde se desata una tempestad que dura toda la noche y que apenas termina de alejarse de la isla al final del día siguiente. Con las playas temporalmente vedadas a causa del mal clima, otras riquezas de Providencia se hacen evidentes. Una de ellas es la música, la misma con la que se goza en las noches despejadas en playas como la de Manzanillo y que ahora oímos tocar a un grupo de niños en la Escuela de Música Tom and Silaya, con guitarra, maracas y una tina de plástico puesta boca abajo a la que se fijan un palo y una cuerda que se pulsa y hace las veces de bajo.
Los sonidos que se producen con los instrumentos son desenfadados, como los que se oyen en las animadas conversaciones que sostienen los raizales mientras juegan dominó junto al mar. Eso sí, aunque usted hable inglés no entenderá nada de lo que digan los isleños (si ellos no quieren), ya que la gente de estas islas dispara palabras a una velocidad inversamente proporcional a la que la vida adquiere aquí.
Además, como explica la historiadora Hazel Robinson, una simpática mujer de la isla, lo que se habla en Providencia "es un inglés del siglo XVI mal hablado que los esclavos, que venían de diferentes partes de África, inventaron para comunicarse entre ellos sin que los amos les entendieran".
Son del tipo de las charlas animadas que presenciamos cuando Marcos Robinson, un amable funcionario de la oficina de turismo, se reúne al mediodía con amigos en su casa para preparar un rondón. Se trata de un plato en el que se cocinan varios tipos de pescado, caracol y cola de cerdo en un caldero inmenso que se pone al fuego y se calienta en leche de coco por algunas horas.
El resultado es delicioso, sobre todo en compañía de isleños divertidos que gozan siendo anfitriones. Al hacer la digestión es recomendable no hacer mucho esfuerzo, así que un carrito de golf que se alquila en la zona de Agua Dulce ofrece una buena opción para recorrer la isla y detenerse en la suavísima playa de Manzanillo, cuyas aguas se han convertido de nuevo en una piscina rodeada de pelícanos luego del temporal.
De regreso al puerto, algo infaltable en Providencia es tomar una lancha a Cayo Cangrejo, un parque natural desde cuyas rocas altas se aprecia mejor la paleta de colores del Caribe. Al caer la tarde, ya de regreso en el muelle, las personas se reúnen para ver la salida del 'Sensation' de vuelta a San Andrés.
Este es un plan de los isleños, así como para la gente de otras ciudades ha sido por décadas llegar a los aeropuertos a ver el despegue de los aviones. Para los habitantes de Providencia el catamarán es una nueva atracción y para los turistas, una manera diferente de conocer las islas.