
Cuando el sol empezaba a inclinarse, entré al auditorio del Centro Cultural del Banco de la República con el corazón abierto y la expectativa de quien viaja entre palabras, y sueña sueños para romper la cotidianidad de esta isla que pareciera no darse cuenta de su poder cultural.
La programación me ubicó en un pequeño espacio, en un asiento y atento al conversatorio de dos novelas fundamentales, que no fue un conversatorio: fue un acto de fe, con sus historias que me conectaron profundamente. Con esa potestad y esa empatía empecé mi ruta escuchando los cuentos flotantes de los invitados especiales. Siempre atento a los acentos. Con la experiencia sensorial a todo dar.
Boni Ofogo, con su voz suave de timbre africano, nos habló de ‘El imperio de los cocuyos’, del África profunda y olvidada que está viva y persiste. Rubén Silva nos presentó Oeste casi sur, con la sonoridad de sus protagonistas inolvidables y sus ritos macondianos.
Los escuché, no como cronista ni como espectador, sino como parte de esa inmensa minoría que sabe que contar historias es salvarse. Dijeron que escribir es resistir, y resistir es no pedir permiso para existir.
La carpa mágica
Luego, la Carpa Literaria del Cañón de Morgan se convirtió en templo. El libro-concierto De la música como género literario fue un cruce de islas, de sonidos, de experiencias vividas y mágicas. La jamaiquina Donna P. Hope habló de Burning Spear, Peter Tosh, Bob Marley y hasta de Vybz Kartel. Fue reggae, fue dancehall, fue música del Caribe contagiando oídos, rostros, almas en un mundo material, pero mundo al final. El cubano Andrés Hernández Font nos recordó el poder literario de Nicolás Guillén quien apareció como un fantasma luminoso, con su poema canción en la voz de Pablo Milanés.
Entonces, me sentí como una aparición en medio de un rondón. Los veía como si fueran profetas del asfalto. Así, Joe Taylor nos llevó en medio de todo, a la Providencia de su infancia. Nos alojó en su ADN. Que también es el nuestro. Todos ellos nos dijeron que la música no es género: es frontera, es idioma, es herida compartida. Y entendimos que la literatura también puede sonar como una canción con su cadencia deliciosa y luminosa. Nos contagió. Nos contagiaron.
A las siete, el recital ‘Alguien bailó sobre su sangre’ fue un ritual de la palabra, de los versos y las prosas. Celeste Mohamed, Ernesto Rodríguez Abad, María Angélica Pumarejo no recitaban: invocaban letras danzantes al ritmo de la noche y el fuego eterno. También escuchamos el fuego de otros poetas y escritores en una velada ardiente. Que me hizo arder, arder y arder…
Conversé con ellos, no uno por uno, pero si fui recogiendo sus vestigios para sembrar en mi memoria. Me dijeron que la poesía no se escribe: se baila, se grita, se llora. Porque en ese momento, todos éramos uno. Una manada que no se rinde. ¡Que arde!
La escalera urgente
Sin darme cuenta o sabiendas de todo eso, escape a otra experiencia, a una revelación, a un nuevo espacio de poder cultural y artístico. Me vi subir por La Escalera, el nuevo centro cultural inaugurado en marco de la FilSAI Caribe, con exposiciones y obras de Cátula Álvarez, Karen Bendek, Giovanny Marín y Elías Heim, expresiones que no estaban colgadas: estaban vivas. Sus cartas de amor a los que tienen no voz, aún sobreviven en mis pupilas y se instalaron en mis neuronas. Me dijeron que el arte no es lujo: es urgencia.
Y entre cada acto, cada palabra, cada mirada, me crucé con asistentes que no venían a consumir cultura: venían a ser parte de ella. Cuando me fui, no me fui. Porque el que entra a FILSAI se queda. Se queda en las palabras que te cambian la vida, en los gestos que te devuelven el alma, en los sonidos que te recuerdan que estás vivo.
Me llevé voces, miradas, canciones, poemas. Me llevé el espíritu de la manada. Y mientras la noche caía como un telón sagrado, supe que algo había despertado en mí. Porque en FILSAI no se viene a mirar. Se viene a arder... ¿Y tú, vienes a incendiarte con la cultura, la música, la literatura y el arte? Ven, aún faltan dos días.



















