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Dos discursos sedientos de la alegría del perdón

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SANABRIA.OBISPOEste cuarto domingo de Cuaresma es llamado de la alegría, por el hecho de que lo más grande que puede experimentar una persona es la alegría del perdón. El perdón alivia el corazón y sostiene para no caer en el abismo; el perdón es una nueva oportunidad de vivir y nos levanta a caminar hacia donde hay amor.

El perdón derrumba toda prevención contra los demás y permite experimentarnos amados. El perdón es la expresión diáfana y contundente del amor.

La parábola del Padre misericordioso, que es una auténtica joya de la espiritualidad cristiana tiene como fundamento el amor misericordioso de Dios Padre para sus hijos, por sobre el bien o el mal que hagamos. La relación con sus hijos termina en una fiesta de la alegría y el perdón. Detengámonos en los tres discursos de la parábola.

Comencemos con el hijo mayor, que indignado por el regreso del menor dice: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado” (Lc 15, 29s). Siempre ha estado con el padre en la casa, tiene unos derechos legales que nadie le niega, pero le falta la capacidad del padre para tener la alegría de ver que su hermano ha vuelto. Lo único que le importa es que el menor se ha comido sus bienes con malas mujeres. El Papa Francisco en su autobiografía dice: “la soberbia es el defecto más inquietante, hay una autoexaltación que envenena el sentimiento de fraternidad y manifiesta la patética y absurda pretensión de ser Dios”.

Ese hijo mayor es riguroso consigo mismo y con su hermano; pero olvida que el evangelio pide ser rigurosos consigo mismos, pero misericordiosos con los demás. No tiene mentalidad de hijo, de hermano; es alguien que está centrado en sí mismo, sólo en él, en su mundo, en su salvación. El hijo mayor, en el fondo, no quiere que su padre sea padre, sino juez inmisericorde; cuestiona a su padre por considerarlo demasiado débil ante el hijo menor.

El hijo menor, por su parte, comienza su discurso aludiendo a su situación de haber experimentado la miseria humana: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15, 17 ss).

Este joven partió de la casa dando un portazo y considerando a su padre como transmisor de su patrimonio; eso es lo único que le interesa, pero ni los consejos, ni los valores, ni el afecto. Se acuerda que es hijo sólo para reclamar su herencia. Al regreso, notamos que el protagonista ya no es más el hijo sino el Padre. Hay una transformación profunda, la de sentirse hijo de verdad, por eso surge el deseo de volver con vergüenza a pedir perdón, no como otros, tal vez nosotros mismos, que volvemos sin vergüenza a pedir más.

A diferencia del discurso del hermano mayor, este no será pronunciado en su totalidad. El Padre, que ha visto la conversión, le hace notar que lo ha perdonado, y no es necesario hacerlo arrastrar hasta experimentar más su amargura que la ha vivido ya, ahora ha de gozar de sus brazos que se abren para amarlo, como dice el himno de cuaresma, “… de que me han de librar esos tus brazos, que para recibirme están abiertos, y por no castigarme están clavados”.

Centrémonos en el discurso implícito del Padre Celestial, dirigido a ambos hijos y a todos nosotros. Lo podemos tomar de un hermoso canto que dice: “Oh hijo mío, escúchame, desde siempre y por amor te perdoné. Oh hijo mío, escúchame, desde el día en que te fuiste te extrañé, porque yo te di la vida y te di la libertad no me importa lo que has hecho sólo sé que aquí estás, en mi casa la puerta no se cerró, pues mi casa es tu casa ayer y hoy, por siempre te amaré, yo te amaré.

Ambos hijos son invitados a la fiesta de Jesús que incluye el perdón y el banquete, que para nosotros equivalen a la Reconciliación y la Eucaristía. Esto había sido prefigurado ya en el antiguo testamento. El pueblo de Israel vivía esclavo en Egipto, pero “dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto” (Jos 5, 9). El lamento del pueblo fue escuchado por Dios y termina en fiesta. San Pablo va a decir que lo que fue anunciado se cumple ahora en Jesús: “Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5, 17).

En esta Cuaresma estamos llamados a dejar atrás lo viejo para vivir de la providencia de Dios en plenitud; para lo cual debemos utilizar dos herramientas de la espiritualidad cristiana, la mística y la ascética. El hijo menor toma el camino de la mística, regresa confiado solo en la pura gracia y misericordia del Padre y experimenta el don de la conversión: abundante paz, liberación interior y una nueva felicidad. Pero surgirá el camino de la ascética, que ha tomado el mayor, en el cual nuestra voluntad trata de hacer la voluntad del Padre, con no poco esfuerzo, pero ojalá con la mística de la humildad, la que debió aprender el hijo mayor.

Creo Señor, que juntando estos dos caminos podemos experimentar la alegría del perdón de corazón que tiene como origen y fundamento la misericordia del corazón del padre Celestial. Pero aumenta nuestra fe para acoger la invitación del salmista a gustar y ver qué bueno es el Señor (Sal 33).

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Este artículo obedece a la opinión y/o discernimiento del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

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