Casimiro tenía más de cuarenta años y una cicatriz en la frente que le robaba la ceja izquierda. Era capitán de un barco de carga y no sonreía casi nunca. Vivía en el puerto, en una casa donde el olor a mar salía por las rendijas. Estaba casado en segundas nupcias, pero dormía como quien reza por costumbre, sin fe y sin compañía.
Simonetta tenía veinticinco, ojos negros y una boca que parecía guardar secretos. Vivía con su abuela en una casa de madera que crujía cuando llovía. No hablaba mucho, fregaba el piso con rabia mansa y escribía versos en servilletas que escondía bajo el colchón. Maldecía a los vecinos que no la saludaban y se jugaba el chance dos veces por semana tirándole piedras al destino para que despertara.
Una noche, sin conocerse, soñaron el mismo sueño. En él, se sentaban en una banca de la plaza de un prócer extranjero, hablaban hasta perder la voz y reían como descubriendo el agua fresca en el desierto. A la mañana siguiente se vieron y lo supieron. No se dijeron nada. No hizo falta. Los gestos tejieron lo que la lengua no alcanzaba. Desde entonces, cada noche se buscaban dormidos, como si el sueño fuera un lugar geográfico al que se accede con la voluntad del deseo.
Y esos sueños, que ahora tenían silencios, se inundaron con las caricias. Primero una mano, luego una mejilla, después la carne entera.
Simonetta, asustada, fue donde el padre del pueblo.
—Padre, he amado a un hombre en sueños.
—¿Pero el pecado ha sido en obra, pensamiento o palabra?
—En nada de eso, padre. Solo cuando cierro los ojos. Cuando duermo.
El sacerdote suspiró como quien no quiere meterse en líos con el más allá y le dio permiso para seguir soñando.
La muchacha no confió en el perdón del cura y dejó de dormir por días. Cuando el dolor de la ausencia de Casimiro fue más grande que su miedo al infierno, lo buscó de nuevo, pero Casimiro ya no era el mismo. Se le veía transparente, como si la vida le hubiera quedado del otro lado de un vidrio.
—He muerto –le dijo con una voz que no usó palabras. El barco naufragó. Ahora muchos me buscan en sus sueños, unos pidiendo consuelo, otros la suerte. Ahora debo dividirme, y nos veremos menos.
Ella lo miró con ojos de orilla.
—Entonces dime que no fue mentira lo nuestro.
Él sonrió apenas, como se sonríe en los sueños que no volverán.
—Para que sepas que fue amor, juega estos números.
Le dejó una secuencia escrita en arena.
Simonetta despertó con los números aun palpitando en los párpados. Jugó el chance ese mismo día y ganó. Ganó tanto que el barrio entero cambió de color. Pero nunca más volvió a soñar con él.
Cometió el error de contar a alguien esta historia y además de hacer de su amor una leyenda: tuvo el reclamo de la esposa del muerto infiel, que le reclamó insistente la mitad de las ganancias obtenidas en el sueño.
Hasta hoy el litigio no se resuelve. Ambas partes alegan los derechos adquiridos en esta ganancia ocasional y el juez ha previsto que se invoque el alma de Casimiro para que defina él, el destino de su regalo. La citación está pendiente.
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