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El hombre que dejó de leer

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EDNA.RUEDA01ENBEn Pueblo Chico, donde hasta las mentiras tienen nombre y apellido, vivía Ananías Gaitán, un hombre ancho de lomo y escaso de palabras. Su barriga le antecedía al andar y su ceño fruncido parecía haber sido esculpido desde la cuna. Nunca fue de los que se detenían a leer un cartel en la plaza ni a revisar la hora en el reloj de la iglesia.

 Le molestaba la letra menuda y le parecían una afrenta los manuales de instrucciones...

Primero dejó el periódico. "¿Pa' qué?" decía, sí las noticias siempre llegaban mejor contadas en boca de las beatas que se apostaban a la entrada de la iglesia. Luego decidió que las etiquetas en los empaques eran puro adorno, lo que le valió más de una indigestión y un par de sustos con la leche cortada. No se molestaba en mirar las señales de tránsito porque, según él, “el camino ya estaba en la cabeza”. Así fue quedándose solo, la gente, cansada de su testarudez, prefirió ignorarlo antes que perder la saliva en consejos que se estrellaban contra su orgullo.

Cuando su mutismo con los textos se hizo costumbre, le pareció lo más natural seguir con las palabras. Al principio hablaba solo lo justo y necesario; después, ni eso. Descubrió que con un gruñido bastaba para pedir la cuenta en la tienda o para ahuyentar a los niños que se asomaban a su ventana.

Su casa, antes de tapia baja y jardín descuidado, se transformó en una fortaleza de espinas. La gente del pueblo dejó de acercarse. A las comadres ya no les interesaba el caso, los niños le hicieron leyenda y hasta los perros callejeros le tomaron un espacio prudente.

Poco a poco, su cuerpo empezó a plegarse. Su espalda se curvó como una rama seca y los vellos de su cara se hicieron un follaje espeso que le cubría las mejillas y el cuello. Se volvió más flaco y más bajo, como si una fuerza lo estuviera llamando de vuelta a la tierra. Sus gruñidos se hicieron guturales y sus manos perdieron la costumbre de sostener una cuchara, sorbiendo a empujones el agua, y arrancando la fruta que le quedaba cerca.

Los niños del barrio de Los Almendros empezaron a hablar de un mono extraño que se balanceaba entre las ramas y les robaba las guayabas. No era como los otros monos que de vez en cuando bajaban del cerro. Era más grande, más torpe, con una mirada que parecía querer decir algo pero nunca encontré las palabras.

“Es Ananías”, dijo un día la vieja Teodora, que todavía se acordaba de cuando el hombre tenía voz y espalda recta. “El bruto tanto quiso dejar de ser gente que lo consiguió”.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

Última actualización ( Sábado, 15 de Marzo de 2025 08:18 )  

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