El golpe la levantó seis centímetros del suelo, como si el odio de Joaquín tuviera garras invisibles que la halaban hacia el techo. Fue un gancho recto, seco y definitivo, que le quebró el silencio de la mandíbula. Ana cayó de lado, el cachete contra el piso, y desde ahí vio cómo sus lágrimas y su sangre se juntaban en un charco espeso, oscuro, casi vivo.
Ese almizcle fue un conjuro, una pócima accidental que convocó a las almas en pena de las mujeres de su casta.
La primera en salir fue la abuela, toda redonda, toda negra y brillante, con sus doscientos kilos de historia a cuestas. En vida dormía sobre camas a las que había que achicarle las patas, porque el peso suyo volvía flojas las tablas. Muerta, flotaba como si la gravedad no supiera qué hacer con ella, y al llegar a Joaquín, se le guindó del cuello, colgándole el alma con el peso muerto.
Detrás vino la tía, la que siempre hizo el mejor dulce de guayaba, ese con el que levantó los hijos que le dejaron tres policías, los que no le mató la fiebre, los que le entregó después a la guerra. Tenía los dedos cubiertos de azúcar quemada, y apenas tocó al muchacho, le agarró las manos toda pegajosa y se fue metiendo los dedos de Joaquín en la boca, uno por uno, chupándolos hasta arrancarles el sabor de la piel y dejarles la carne morada, hinchada como berenjenas enfermas.
La bisabuela vino después, desde la misma grieta que parió a las otras. Su alma olía a mar viejo y a costa de sal, y su lengua arrastraba palabras en inglés roto y español mal aprendido. Creció en un orfanato de monjas en Jamaica, donde el obispo le rezaba letanías antes de subirle la falda. Y eso fue lo que le dejó a Joaquín: un rosario maldito de palabras que le entraban por el oído y le salían por la nariz en forma de humo negro.
Y así, una a una, fueron llegando: Todas las mujeres muertas y malqueridas, le escondieron las gafas, los libros, las llaves. Le cambiaron los zapatos de pie. Le voltearon el pantalón al revés y le soplaron el café caliente sobre las piernas.
De noche, le metían cosas por la boca: clavos, semillas, pelos largos, el anillo de bodas que Ana había botado al patio una tarde. A veces lo despertaban gritando su nombre al revés: Niuqaoj, Niuqaoj, Niuqaoj . Otras, le decían ‘Loco’, a secas, con esa voz plana que usan los hombres, cuando llaman así a las mujeres que han descubierto sus pecados.
Y así fue, hasta que Joaquín dejó de ser hombre y se volvió lamento. Caminaba por las calles como si los huesos no le sostuvieran, con las manos hinchadas y los pies descalzos. Le hablaba a las paredes, le pedía perdón a las matas, y cuando alguien le preguntaba qué le pasaba, él abría la boca y le salían los suspiros de las muertas.
Una mañana lo encontraron en la playa, parado con el agua a la cintura. En el pecho, escrito con saliva y ceniza, tenía la palabra "perdón" . Nadie supo cómo llegaron esas letras hasta ahí. Nadie vio quién las escribió. Esa misma mañana, Ana despertó sin moretones, sin dolores, con la piel lisa y el cabello peinado como si se lo hubiera arreglado una mano invisible.
Dicen que las mujeres de su linaje, después de cobrar la deuda, volvieron al suelo, al tronco, a la raíz. Y que Joaquín sigue caminando por ahí, arrastrando el alma como sábana mojada, hasta que el mar se lo trague o el viento lo perdone.
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