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Guiar a los demás

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SANABRIA.OBISPOApenas en los albores de la humanidad, cuando los seres humanos comenzaban a caminar juntos, el uno al lado del otro, ya se suscitan graves diferencias, a tal punto que Caín decide matar a su hermano Abel. Entonces el Señor dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9).

Hacerse responsable del hermano es una tarea ineludible y divina por cuanto es asignada a todos por el mismo Creador.

San Juan Pablo II nos invita a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos, para lo cual debemos promover una Espiritualidad de la comunión… que significa, “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad (NMI 43). En esta misma línea va la Palabra de Dios de este domingo. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? (Lc 3, 39). Somos responsables de nuestros hermanos y es tarea nuestra guiarlos hacia Dios.

Esa responsabilidad que tenemos ante Dios exige tener muy abiertos los ojos del alma. Es desde el corazón desde donde se puede guiar a los hermanos. Cuentan que el anciano rabino se había quedado ciego y no podía leer ni ver los rostros de quienes acudían a visitarlo. Un día le dijo uno que hacía milagros:
- Confíate a mí, y yo te curaré de tu ceguera.
- No me hace ninguna falta, le respondió el rabino. Puedo ver todo lo que necesito, porque no todos los que tienen los ojos cerrados están dormidos, ni todos los que tienen los ojos abiertos pueden ver.

Es grande la responsabilidad de hacerse cargo de los demás, y corresponde a padres de familia, líderes espirituales, animadores de la evangelización y a todo creyente. La Palabra de Dios de este domingo nos invita a trabajar nuestro propio corazón porque solo con los ojos del alma bien abiertos, con esa mirada profunda y límpida podemos ver a Dios presente en el hermano. Cultivemos estos aspectos en nuestra vida espiritual.

Lo primero es “echar raíces en Jesús”. San Pablo lo dice claramente: “¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, manténganse firmes e inconmovibles. Entréguense siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que su esfuerzo no será vano en el Señor” (1 Cor 15, 56 – 58).

Tenemos que vivir enraizados en Cristo resucitado, y esto se logra cuando tenemos una raíz poderosa para beber la sabia de las Sagradas Escrituras; otra raíz para recibir el alimento eucarístico del cuerpo y la sangre de Cristo, y otra raíz que es la oración para mantenernos firmes e inconmovibles. Desde Cristo y con Cristo podemos ser buenos guías. Como fruto de este enraizamiento vamos a estar llenos de le, y así se cumple el evangelio: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 9, 45).

En segundo lugar tenemos que “sacar la viga del propio ojo” (Lc 9, ). No podemos guiar a otros mientras no hagamos el trabajo de limpieza en el propio corazón. El que ha sacado la viga del propio ojo ve claro y puede guiar. Una persona cultivada interiormente y con un serio proceso de conversión, va obteniendo una riqueza espiritual significativa. La conversión da autoridad; el corazón limpio permite ver lo que otros no ven. La conversión nos permite ver en primer lugar la gracia de Dios antes que nuestro pecado, y como consecuencia nos vuelve misericordiosos, porque por experiencia propia Dios nos mostró su amor antes de fijarse en nuestra miseria.

En tercer lugar, la manera más segura de guiar a los demás es con el testimonio. El Eclesiástico dice: “El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona”. Jesús añade, “No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

Dice bellamente el salmo: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, mi Roca, en quien no existe la maldad”. Una persona respaldada con buen testimonio tiene solidez, crece en la fe, y producirá buenos frutos.

Somos responsables del hermano y más de aquellos de quienes tenemos obligación afectiva porque forman parte de la familia, o alguna obligación pastoral porque nos han sido confiados por la Iglesia; o sobre quienes tenemos una obligación social porque hacen parte de nuestro equipo de trabajo.

Creo Señor que tenemos que sentir al hermano de fe, como uno que nos pertenece, pero auméntanos la fe para que al comenzar esta Cuaresma nos echemos al hombro a nuestros hermanos y practiquemos con ellos las obras de misericordia.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

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