Eliseo París llegó un jueves en la tarde, con el camión de cervezas empolvado por el viento seco y la misma sonrisa heredada de sus abuelos: esa que en otros tiempos servía para vender pescado podrido como si fuera fresco. Venía a negociar con el Señor Menelao, dueño del almacén que abastecía al pueblo entero.
Un hombre que guardaba su dinero doblado en cuatro dentro de un zapato y su paciencia la tenía medida por gramos. Se saludaron en la puerta, sellaron el trato con un choque de botellas y se midieron, como hacen los hombres que se reconocen rivales antes de saber por qué.
Pero el verdadero acuerdo no quedó escrito en facturas, sino en el aire caliente que vibró cuando los ojos de Eliseo y Helena, la mujer de Menelao, se encontraron sin querer. Helena, la que olía a jabón azul y le hablaba al pan antes de hornearlo, vio en Eliseo una grieta por donde podía escaparse. Él, que nunca había pensado en raíces, entendió de golpe que en esa casa había algo suyo, aunque no supiera qué.
Desde ese día, Eliseo se volvió cliente habitual, aunque llegara con las manos vacías y se fuera igual. Al principio eran saludos largos y conversaciones sobre el precio de la gasolina o las lluvias que no llegaban. Después, cuando ya no había excusas, se sentaban bajo el tamarindo a compartir silencios. Una noche, Helena dejó la reja sin tranca, y Eliseo entró sin tocar. Desde entonces, nunca más salió del todo.
Cuando el señor Menelao supo, no armó escándalo. Se quedó en medio de la tienda, entre el estante de las galletas y los sacos de arroz, viendo el hueco que había dejado su mujer, como si en vez de ella le hubieran robado una pared. Pero el silencio de un hombre traicionado no es paz, es marea baja antes de la tormenta.
El pueblo se despertó dividido. La mitad defendía a Helena y juraba que ninguna mujer es propiedad de nadie. El amor es un ave sin jaula, decían, y los hombres que no entienden eso terminan solos y con los bolsillos llenos de viento. La otra mitad se cuadró del lado del Señor Menelao, con discursos de honra y respeto, repitiendo que nadie tiene derecho a meter las manos en la masa ajena. La plaza, que era corazón y lengua del pueblo, amaneció convertida en campo de batalla sin tiros, pero con palabras que apuñalaban.
El Señor Menelao, que había aprendido de la vida que las peleas largas no las ganan los que más gritan, sino los que saben esperar, preparó su venganza sin testigos. Mandó una carreta por todo el pueblo, cargada de muebles que parecían sacados de una casa rica: sillas con respaldo alto, mesas brillantes como espejo, armarios con olor a monte recién cortado. Decían que era un gesto de reconciliación, un intento torpe de pedir disculpas sin abrir la boca.
Las casas del bando de Eliseo recibieron cada mueble como quien recibe una herencia. En el corazón de cada pata, entre los costados de cada gaveta, dormía un ejército de comejenes, criados en oscuridad y hambre, entrenados para devorar hasta el aire que los rodeaba.
Las noches siguientes, las casas empezaron a sonar. Un crujido suave, como hueso de animal pequeño quebrándose en la sombra. Al amanecer, las tablas tenían costras de polvo fino, y las vigas se partían con la misma facilidad de una galleta vieja. En menos de un mes, la mitad de las casas quedó convertida en un campo de escombros, y el pueblo entero olía a madera muerta.
Helena y Eliseo, que para entonces ya vivían en las afueras, empacaron lo poco que quedaba y desaparecieron antes del canto del primer gallo. Se fueron sin despedirse, como quien apaga una vela y cierra la puerta.
Tiempo después, el Señor Menelao reabrió la tienda, pero ya no vendía víveres. Ahora despachaba clavos, martillos, láminas de zinc y tablas que prometían no conocer comején. El almacén sobrevivió, pero el pueblo nunca volvió a ser el mismo.
Y aunque los comejenes ya no se ven, hay quienes aseguran que todavía, si uno se queda en silencio absoluto, puede oír su rumor mínimo, como si la tierra les guardara memoria. Porque las guerras de amor dejan ruinas, y en esas ruinas siempre queda algo vivo.
-------------------
Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.