Somos realmente capaces de mirar el espejo roto que hemos dejado tras décadas de conflicto? Si tomamos a Nietzsche como un provocador necesario, ¿no es acaso el campo de batalla de su pensamiento un reflejo de nuestra propia incapacidad de dialogar con nuestras contradicciones?
Si el filósofo alemán postulaba que sólo en la confrontación con nuestras sombras encontramos crecimiento, ¿por qué evitamos el duelo con nuestros propios actos?
El proceso de paz nos invita a un ejercicio similar al que exige la verdad. Pero, ¿cuántos de nosotros estamos dispuestos a tocar las campanas de nuestras mentiras, aquellas que como en un árbol viejo, resuenan con cada brisa de memoria? ¿Cómo podemos construir un relato colectivo?
Nietzsche hablaba de tres transformaciones del espíritu: el camello que carga, el león que ruge y el niño que crea. ¿En cuáles de estas etapas nos encontramos como sociedad? ¿Seguimos siendo el camello que carga culpas y resentimientos? ¿O hemos llegado al león, intentando destruir el yugo sin reparar en qué construir después? ¿Dónde está el niño, capaz de reinventar desde la inocencia?
En este punto, cabe preguntar: ¿qué tan dispuestos estamos a ceder la narrativa al otro? En nuestras comunidades, ¿aceptamos que la verdad tiene tantas aristas como espejos rotos? Si el lenguaje es nuestra defensa más sublime, ¿por qué lo usamos para la violencia más velada? ¿No es el silencio una forma de agresión cuando callamos las injusticias?
Imaginemos por un momento que los ríos, como el Magdalena ensangrentado, llevaran consigo no plasma, sino las historias de aquellos que no tienen voz. ¿Qué sabor tendría el agua al fluir? ¿Amargo, dulce o simplemente indiferente? ¿Nos atreveríamos a beber de sus corrientes?
La paz no es un destino; es un proceso interminable de conversación, de admitir que incluso nuestras verdades más sólidas son cuestionables. ¿Qué tan preparados estamos para habitar este espacio de incertidumbre? ¿Podemos convivir con la incomodidad de saber que no hay finales felices, sólo un devenir constante?
Nos enfrentamos al reto de escribir un nuevo capítulo sin borrar el anterior. Pero, ¿sabemos siquiera manejar el lápiz de la historia sin apuñalar al otro con él? ¿No será este el momento de mirar las cicatrices y no sólo los triunfos, de construir puentes con preguntas en lugar de destruirlos con respuestas?
La paz nos interpela, no como héroes, sino como seres profundamente humanos, imperfectos. ¿Qué pasos estamos dispuestos a dar, sabiendo que cada uno de ellos podría ser el comienzo o el final de algo mucho más grande que nosotros mismos?
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.