En el Archipiélago, donde cada ola parece llevar consigo un susurro de libertad y esperanza, se dibuja una inquietud entre los rostros de nuestra comunidad: ¿cómo estamos forjando a nuestra juventud?_En hogares donde la permisividad se disfraza de amor y la disciplina se convierte en un eco cada vez más débil, sembramos las primeras semillas de una desconexión progresiva con los valores que nos sostienen como sociedad.
Cada caricia permisiva, cada excusa indulgente, genera una conducta desviada que se convierte, sin quererlo, en una piedra sobre la cual los padres construyen, a veces de manera inconsciente, un camino hacia la delincuencia juvenil.
El hogar, ese primer reflejo de la sociedad en la que aspiramos vivir, parece a menudo transformarse en un espacio donde la indulgencia cobra el lugar de la guía. Permitir, consentir sin límites, ha sido interpretado erróneamente como una muestra de afecto, cuando en realidad abre la puerta a un vacío de normas que tarde o temprano se llena con influencias externas.
En esta estructura sin barreras, los jóvenes crecen sin comprender los límites, sin reconocer las consecuencias de sus acciones, como si el mundo estuviera destinado a satisfacerles sin esfuerzo. ¿Acaso no estamos creando, desde el hogar, un ambiente en el que la responsabilidad y el respeto se tornan difusos, dejando a nuestros hijos expuestos a los riesgos de una vida sin anclas ni dirección?
Las palabras antiguas resuenan aún con una sabiduría intacta: "Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él" (Proverbios 22:6). Este proverbio, más allá de la religión, encierra una verdad que trasciende generaciones y culturas.
La educación que damos a nuestros hijos no se limita a los años de infancia; es una semilla que, si se cultiva con disciplina y amor, da frutos a lo largo de toda la vida. Instruir significa guiar, corregir, enseñar el camino correcto, no porque el mundo sea indulgente, sino precisamente porque es implacable.
Un niño que crece en un hogar donde se le enseña a valorar el esfuerzo y a respetar las normas, desarrollará un sentido de pertenencia y una fortaleza interna que le permitirá resistir las tentaciones y desafíos que encontrará en el camino.
En tiempos pasados, cuando el respeto era un pilar en cada hogar, en cada escuela, en cada iglesia, la vida en el Archipiélago se cimentaba en valores sólidos, que enseñaban a nuestros jóvenes a honrar a sus mayores –padres, maestros, líderes religiosos, adultos mayores– y a saludar con un "buenos días," "buenas tardes," o "buenas noches," que iba más allá de las palabras: era un reflejo de un respeto profundo hacia los demás.
Se entendía que el respeto por lo ajeno era una norma indiscutible, una ley no escrita que nadie osaba romper. En ese entonces, la comunidad florecía alrededor de esos principios y cada miembro comprendía su rol y responsabilidad.
Hoy, en un mundo donde esos valores parecen desvanecerse, el llamado es claro: no se trata de reprimir ni de coartar sueños, sino de encauzarlos con la sabiduría de quien sabe que un árbol que crece sin dirección se vuelve presa fácil de los vientos más fuertes.
La indulgencia sin dirección es, en realidad, una traición al amor que decimos tener hacia nuestros hijos. Instruir, disciplinar y orientar a nuestros jóvenes no es falta de cariño, sino la forma más profunda de demostrarlo, construyendo así un futuro donde esos valores perduren y nos recuerden quiénes somos como comunidad.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.