Despertó con la espalda pegada al techo y una vista cenital de su cuerpo extendido en la mitad derecha de la cama. Sus pies salían unos centímetros del catre, era enorme y dormía siempre a sus anchas y sin cobija.
Bajo su brazo izquierdo había una mujer, ya anciana, anclada a él como una garrapata, ella sí, envuelta como un cocuyo en tres capas de mantas y de la que solo se podía ver mechones canosos y un brazo que intentaba, infructuosamente, rodear su cuerpo.
Después de la primera impresión que significaba el ángulo de la escena, una tristeza enorme lo llenó completamente. Pensó en ella y en lo frágil que la había vuelto su amor.
Era mayor que él, lo suficiente para haber parecido una pervertida en la adolescencia, pero muy poco para ser algo que los inquietara en la última década del siglo que ambos vivían. Se volvió dependiente de él, necesitaba que él hiciera por ella todo lo que el mundo le exigía, un mundo que él aprendió a traducir para esta mujer, ausente y a la vez en todas partes.
Ella no lo amó a primera vista: fue un día, años después de vivir juntos, cuando se levantó y en una mezcla de capricho y demanda, le pidió que colgara en el árbol grande del patio –una ceiba de casi doscientos años–, mil ganchos de todos los tamaños. Deberían estar dispuestos a suficiente distancia para permitir que de ellos colgaran objetos, por lo que solo se podían poner en ramas oblicuas u horizontales. Le hizo un mapa del árbol y la ubicación de cada gancho.
El obedeció sin cuestionar la idea. Había aprendido que esto solo llevaría a una discusión circular y que al final, después de un llanto incontrolable, tres amenazas de separación, ocho maletas en la puerta y una reconciliación sin palabras, él terminaría por cumplir o hacer cumplir la orden.
Cuando se completó la tarea, ella empezó a colgar campanas de todos los tamaños, de metal casi todas, pero también de madera, de mármol, de vidrio incluso. Colgó trescientas noventa y dos y paró.
Le explicó entonces que había puesto una campana por cada una de las mentiras que él le había dicho. No lo hacía para insistir en el reclamo, solo quería que él supiera como todas esas falsedades seguían haciendo ruido: lo hacían más cuando había viento, pero también a veces de la nada, lo hacían las grandes, pero también las pequeñas.
Ella quería que él supiera como se oían los pensamientos en su cabeza y, que aunque había espacio para seiscientas ocho más, ahora que había decido amarlo, necesitaba que parara de obligarla a colgar campanas.
A él, al principio el sonido le pareció abrumador, cualquier briza desataba un concierto. Después el tiempo volvió todo ruido blanco, hasta que ella rompía el equilibrio y agregaba una campana nueva, después de una mentira nueva.
Esa mañana había mariposas de lluvia y las gallinas estaban en los árboles; la veía aferrada a lo que él pensaba que era nada más que un cadáver, con una brisa sostenida, se preguntó por qué ya no podía oír las campanas.
Cuando ella despertó y entendió lo que pasaba fue al patio y colgó una nueva, la única que llevaba una inscripción: “Adiós”, decía. Desde ese momento, las campanas han permanecido estáticas, excepto la última, que sigue tintineando, como testimonio de la única mentira que aún está vigente.
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