El propósito de la venida del Señor es enseñarnos el secreto de la felicidad. Jesús es un promotor de felicidad, eso hizo siempre. Un buen día una mamá lloraba la muerte de su hijo que lo llevaba a enterrar, Jesús sale a su encuentro, a ella la consuela y al joven le devolvió la vida.
En otra ocasión, un paralítico es llevado a Jesús; él, movido por la misericordia le dijo, levántate y anda; se levantó y feliz volvió a su casa. Otro día encuentra al borde del camino a un ciego deseoso de volver a ver, y el Maestro le devolvió la vista y la alegría.
Jesús ha venido a enseñarnos el secreto de la felicidad, y consiste en lograr sintonía entre nuestros deseos con los deseos de Dios. Muchas personas lo han logrado y hacen el bien, sirven sin otro interés que el de ver sonreír a los pobres. Seguramente han sufrido persecución y hasta la muerte, pero la felicidad nunca desapareció de su vida. Han vivido la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí mismos.
En el evangelio de hoy encontramos a Jesús tratando de poner en sintonía a sus discípulos con el plan de Dios. El Señor ha puesto al descubierto que los pensamientos de los hombres son distintos a los de Dios y con frecuencia, en contravía. En el evangelio comprobamos esta disparidad de pensamientos.
Jesús, que atraviesa Galilea, va instruyendo a sus discípulos, pero mientras Él está pensando en entregar su vida, según el plan de Dios Padre, sus discípulos piensan en ser los más importantes y en ocupar los primeros puestos (Cfr Mc 9, 30 – 37). Como dice el Papa Benedicto XVI: “se evidencia que entre Jesús y los discípulos existía una profunda distancia interior; se encuentran, por así decirlo, en dos longitudes de ondas distintas, de forma que los discursos del Maestro no se comprenden o solo es así superficialmente”.
La lógica del amor de Jesús que se hace visible en el servicio, contrasta con la lógica humana del egoísmo, que pretende el primer puesto, como Adán, que quería ser como Dios.
Sintonizar nuestros deseos con los de Dios no es una cosa rara o del otro mundo, se concreta en las actividades cotidianas de la vida. Es lo que sucedió cierto día que se presentó un muchacho venido de muy lejanas tierras a la casa de un Maestro Espiritual, muy conocido por su gran sabiduría y bondad.
- ¿Qué desea, joven?
- Deseo que me enseñe el secreto de la sabiduría, de la perfección y de la santidad, maestro.
El maestro fijó sus ojos en él y lo observó lentamente. Al reparar sus pies descalzos, le dijo:
- ¿Dónde están tus zapatos, que traes los pies destrozados?
- Maestro sabio y bueno, a mitad del viaje me encontré con un mendigo y se los di. Desde entonces he hecho el camino descalzo.
- ¡Ah!, mi querido joven -suspiró profundo el maestro- yo no te puedo enseñar el secreto que me pides, pues ya está en ti, va contigo y donde quiera que vayas te acompaña. ¡Que Dios te bendiga!
El maestro se inclinó ante el joven, le besó los pies y lo despidió.
Notamos la sintonía profunda entre el joven y Jesús, reflejada en dar los zapatos al hermano descalzo, cumpliendo así el evangelio: “hay más alegría en dar que en recibir” (He 20, 35). El maestro alaba al joven sabio. Pero también en el maestro hay sabiduría, manifestada en el hermoso gesto de besar los pies del joven. Ojalá aprendamos a valorar los gestos de amor que muchas personas hacen y que con humildad besemos sus pies y sus manos.
Deseos humanos y deseos divinos
Pero tengamos cuidado porque también hay señales que muestran la distancia entre los deseos humanos y los deseos divinos. Esas señales aparecen en nuestro interior y se van fraguando en el corazón. Santiago, el apóstol pregunta: “¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre ustedes? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de ustedes?” (St. 4,1). Hemos de estar atentos a nuestros deseos, porque allí se van dando señales de sintonía o de distancia con el Señor.
El Libro de la Sabiduría pone de manifiesto los deseos de los malvados: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar; nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida” (Sab 2, 12). El Apóstol Santiago advierte que “donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones” (St 3, 16). Tenemos que aprender a desear con toda el alma aquello que Dios desea.
No hay otro camino para ser discípulos del Señor, y apóstoles de la felicidad que el testimonio de amor que se hace servicio hasta entregar nuestra propia vida. Buscar ser los primeros en servir por amor a quien nos necesita, especialmente a los menos tenidos en cuenta, como los niños, los abuelos, los pobres, los marginados. Seamos los primeros en servir al otro como si estuviéramos sirviendo al mismo Cristo; seamos los primeros en servir a los demás como si fuera Cristo mismo quien sirve. El servicio por amor produce felicidad. Recordemos que “la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera” (Sab 3, 16).
En estos momentos que vive Colombia y el mundo entero, se necesita personas que reconozcan que Dios es su auxilio y que él sostiene su vida (Cfr Sal 53), que se dejen atraer por su amor; que luchen por ser los primeros en sembrar esperanza y en luchar por la justicia, la paz y la reconciliación. Dice el apóstol Santiago: “Los que trabajan por la paz, siembran la paz, y cosechan la justicia”. Estos son mi madre y mis hermanos, los que descubren que ser los primeros en servir por amor produce felicidad.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.