Cuántas veces no hemos sido el oyente que sostiene la angustia de un desconocido. En un restaurante o en un café se escucha el desahogo. El enredijo de la vida del otro ¿Tú como mamá qué harías si…? Lo que se tiene por decir apremia, atraviesa todo el cuerpo antes de salir en palabras.
Lo inquietante, lo que acalora, lo que se ha intentado hablar en la casa fluye como una fuente ante un desconocido. ¿tú como mamá qué harías si…? Estas palabras preceden el relato, la vida de una persona, sus miedos. El interlocutor espera gentileza, cuidado y que atiendan sus palabras. ¿Quién no ha sido oyente? ¿Cuantas veces no hemos estado del otro lado, frágiles?
Las conversaciones más íntimas se dan mientras compartimos la comida. Mientras se cocina, o se degustan los alimentos. Estas conversaciones fluyen alrededor de la mesa. Se habla de los avatares de la maternidad, paternidad, de la convivencia en pareja. Ser un buen oyente es mostrar interés por lo que la otra persona cuenta. Es seguir el ritmo de silencio, las pausas. Es conmoverse.
El escenario marca el ritmo de la conversación. Alrededor de la comida se habla de temas familiares. En los hospitales y centros de salud se tocan los temas que inquietan el cuerpo. En el transporte público que bien puede ser un autobús o mientras se comparte un vuelo se habla de las expectativas del viaje y de la vida.
El pasado 10 de septiembre se conmemoró El Día Mundial de la Prevención del Suicidio. Un montón de personas caminan la vida esperando ser escuchadas. No me refiero a la familia que de todas las formas sostiene los intentos de suicidio y el suicidio. Hablo de los que estamos del otro lado siendo oyentes de la angustia de los otros.
Uno debería contar con el sostén para hablar de las experiencias de la vida en cualquier espacio, con conocidos y desconocidos. Por mi trabajo he ido hilando ser oyente. Por mi experiencia de vida puedo poner sobre la mesa los temas más sensibles.
En la última conversación que sostuve con dos desconocidos una mujer mayor de ochenta años me habló de que se sentía amañada viviendo, me mostró las cicatrices del cáncer. En la otra conversación un hombre adulto de unos cincuenta años deshilo su vida sin detenerse y lloró la demanda de amor.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.