Ella tenía esta condición: se hacía planta. Por eso mantenían cerca siempre una o dos personas que supieran qué hacer cuando la metamorfosis empezaba. Si se mudaba, si cambiaba de país, pronto tenía que buscar un grupo de confianza, a quien contarle lo que le pasaba, uno que no mostrara extrañeza, que conviviera con la idea sin hacer alboroto.
El proceso, empezaba con la sensación de un olor extraño, una mezcla de perfume barato, coco, sudor y alcantarilla, tolerable al principio, nauseabundo al final. Luego veía los colores más opacos, como pasados por el filtro de un eclipse, como en una eterna noche de luna llena.
También dejaba de dormir, saltaba en un despertar justo a las 3:58 a.m., con un rastro de melancolía sin justificación, embebida en un mar de pensamientos catastróficos, unidos por un hilo de probabilidad inconexa, delirante, aun así persistente, rumiante.
Estos pródromos de su transición a vegetal los conocía tan bien, que se le podía ver comprando tierra roja y abono cuando sentía que se venía un periodo de planta. Se aislaría, mientras sus pies se hacían raíces penetrando el colchón con furia, atándola a su maceta de algodón, como esos pequeños frijoles con los que experimentan los niños. A veces era una enredadera que ocupaba toda la habitación, a veces era un roble con la corteza rústica, a veces era un rosal seco con nada más que espinas.
Esos que conocían su secreto, pasaban en horarios antes establecidos, vigilaban el crecimiento, le quitaban las hojas secas y le daban agua. Abrían las ventanas y dejaban entrar el sol, removían la tierra y le hablaban, recibiendo nada más, que el sonido de la savia circulando por sus débiles ramas, y un rocío inexplicable que le aparecía en las hojas, lágrimas de una lluvia auto inducida.
Si hay que ser sinceros, a veces también florecía. Entonces, los encargados de mantenerla viva recogían los pétalos de estas flores estériles, para hacer con ellas papelitos de colores y celebrar cuando volviera.
El trabajo más difícil era el de esperar.
Sin excepción regresaba, se hacía otra vez mujer y sus raíces hechas pies de nuevo, empezaban a moverla, limpiaba el desorden y volvía a la normalidad, a veces todavía con el nido de un pájaro entre el pelo y un hormiguero colgando de su costado, que sacudía como si no supiera cómo había llegado ahí.
Vivía entre los demás, ocultando bien este secreto, y la última vez que cambió, lo hizo tan rápidamente que no dio tiempo a prepararse. Donde debería estar su cadáver, se encontró un árbol caído lleno de flores, sosteniendo todavía una taza de café y seguramente… Una idea absurda.
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