El domingo es un día propicio para escuchar la voz de Dios. Hoy hay muchas voces que dicen hablar en nombre de Dios; algunas muy bien fundamentadas en las Sagradas Escrituras, otras con disfraz espiritual, pero con contenidos contrarios a la fe, y no faltan voces sin anestesia que niegan la existencia de Dios.
Por lo tanto, hemos de aprender de los meseros, que tienen la extraordinaria habilidad para oír únicamente lo que quieren escuchar, una especie de sordera selectiva que les permite trabajar con orden y no volverse locos ante las llamadas de muchos clientes al mismo tiempo.
Las lecturas que la liturgia nos propone en este domingo, nos dan unos criterios para descubrir cuándo las voces que nos hablan de Dios son verdaderas y cuándo no lo son. Detengámonos en algunos de esos criterios.
Primer criterio, Dios habla por la voz de los pobres. El profeta Amós enfrenta a Amasías, el rey de Israel y sumo sacerdote de Betel, quien vive una época de prosperidad económica y está como en una burbuja de bienestar. Pero el profeta, mirando con los ojos de Dios ve que esa prosperidad es solo de los ricos y a causa de la explotación de los pobres y necesitados; por eso denuncia al rey y a los poderosos. El Rey exige a Amós que se marche al sur y que no les moleste a ellos la vida. El profeta sienta su posición, diciendo que no es profeta por profesión ni herencia; él se dedicaba a cuidar vacas y cultivar higueras, pero Dios lo arrancó de su vida cotidiana con una misión: llevar la palabra de la justicia a los que oprimían a los pobres. Él prefiere no oír al rey y escuchar más bien el clamor de los pobres que piden justicia (Cfr Am 7, 12 – 15). Hay que ejercitar una sordera selectiva, dejar de oír a los que viven en la burbuja del bienestar para escuchar los gritos de los pobres, ellos son la voz de Dios, y a ellos tenemos que escucharlos atentamente.
Segundo criterio. La voz de Dios viene cargada de esperanza. Estamos llenos de profetas de desgracias que se atreven a anunciar el fin del mundo; quien los oye se queda preocupado, asustado y sin ilusión. La voz de Dios, en cambio, confronta seriamente la vida, pero siempre enciende una luz de esperanza que alienta para seguir el camino. Dice el salmo de hoy: La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos (Cfr Sal. 84). Toda situación adversa que enfrentemos tiene salida. En toda oscuridad, la fe enciende la luz de la esperanza. En todo problema, el creyente hallará salida. La fe nos invita a mirar más allá de los problemas, más allá de la muerte; nos abre el horizonte de la esperanza y de la eternidad. Nuestro Dios es el Dios de la esperanza, y su mensaje nunca pretende apachurrarnos, él nos da luz, y nos invita a la vida que perdura.
Tercer criterio fundamental, Dios habla por su Hijo Jesucristo. Dios Padre es el mensaje, su hijo Jesucristo es la voz. De hecho, san Juan presenta a Jesús como el Verbo, la Palabra encarnada. Muchos dan credibilidad a adivinos y videntes con mensajes que muchas veces no tienen fundamento cristiano. San Pablo escribe a los Efesios un hermosísimo himno cristológico: “Bendito sea Dios, Padre nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales... Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados… Y ustedes, que han escuchado la palabra de verdad, el Evangelio de su salvación, en el que creyeron, han sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, para liberación de su propiedad, para alabanza de su gloria” (Cfr Ef 1, 3 – 14).
La escucha selectiva tenemos que ejercitarla una vez más. Un español, dice que los españoles padecen una dificultad muy seria a la hora de escuchar. En efecto, en Italia oí contar una vez que en una reunión de alemanes uno habla y los demás escuchan; en una reunión inglesa, todos escuchan y ninguno habla; y en una reunión española, todos hablan y ninguno escucha. Esto nos viene bien. Para poder oír la voz de Dios tenemos que callar al ser humano. Poner el oído y el corazón en los labios de Jesucristo. Él nos dice la verdad sobre Dios Padre, la verdad sobre cada uno de nosotros, la verdad sobre el mundo. Escuchar a Jesús es escuchar a Dios. La voz de Jesús está contenida en la Biblia, en la enseñanza de los apóstoles y de los primeros padres de la Iglesia, y también en la enseñanza del Santo Padre, de Obispos y sacerdotes que fieles al Evangelio anuncian al Salvador.
Cuarto criterio, cuando Dios nos habla, nos compromete. Muchos quieren oír la voz de Dios, pero quieren que Dios les diga lo que ellos quieren oír, casi que Dios justifique lo que ellos están haciendo. En el evangelio encontramos que Jesús llamó a los Doce, y después de formarlos e instruirlos en todo lo referente a Dios, los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos… Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Cfr Mc 6, 7 – 13).
El que escucha a Dios lo obedece y se compromete con él. Quien escucha a Dios y se queda mudo e inmóvil, deja claro que no permitió que su voz tocara su corazón. Estoy hablando de "escuchar", no de un puro oír materialmente. Para oír basta con no estar sordo. Para "escuchar" hacen falta muchas otras cosas: tener el alma despierta; abrirla para recibir al que habla; ponernos en la misma longitud de onda que el otro; olvidarnos de nosotros y de nuestras ideas, para ocuparnos de la persona que nos habla y de lo que quiere decirnos.
Escuchar a Dios es todo un arte y un ejercicio de amor. El que escucha a Dios se convierte en discípulo misionero del Señor. María Santísima lo oyó y fue transformada en la primera cristiana. Muchos apóstoles y santos lo oyeron y se pusieron manos a la obra de Dios e hicieron grandes transformaciones en beneficio de la humanidad y de los más necesitados. Estos son mi madre y mis hermanos: los que escuchan la voz de Dios disponen su vida para obrar el bien.