¿Quién cuida al que cuida? Es bien sabido que los profesionales del sector educativo, de la salud y de las ciencias sociales y humanas como los trabajadores sociales, y en mi caso, los psicólogos, solemos estar expuestos a una infinidad de riesgos psicosociales, debido a que trabajamos atendiendo a personas con dificultades y que, debemos tratar en la medida de lo posible, no dejarnos afectar por las mismas para preservar nuestra salud mental.
¿Pero qué sucede con aquellos, que trabajan o hemos trabajado en la atención directa de población privada de la libertad? Ésta es una población que suele ser estigmatizada y rechazada por una sociedad que no comprende del todo el trasfondo de la delincuencia.
Para el caso de la juvenil, implica una corresponsabilidad estado-familia-sociedad, que nos debe llevar a pensar en lo que hemos fallado y hemos dejado de hacer por nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes, para que caigan en las redes de la delincuencia y que, en caso de no recibir la ayuda profesional y especializada que requieren, continuarán esa trayectoria hacia la adultez.
Cuando comencé a trabajar con ellos tenía 22 años cumplidos y previamente, había tenido la oportunidad de hacer mi trabajo de grado con esta población en la ciudad de Medellín.
Al llegar a la isla, comienzo a entender la dinámica de estos adolescentes y jóvenes, que, para esa época, en su mayoría cometían delitos como hurtos, lesiones personales y porte ilegal de arma, protagonizando riñas en sus barrios, lo que marcaba el inicio de la delimitación de las famosas “fronteras invisibles”, las cuales han ido modificándose conforme se organizan y reorganizan nuevas dinámicas delincuenciales en nuestro territorio.
Al pasar los años, y a medida que iba adquiriendo más conocimientos sobre el tema, iban aumentando los índices de delincuencia, no sólo en la cantidad de adolescentes y jóvenes judicializados, sino en la tipología de los delitos. Ya no hablábamos de hurtos solamente, sino de homicidios, en su mayoría en medio de ajustes de cuentas entre jóvenes que en su mayoría no sobrepasan los 25 años de edad.
Muchos de ellos, tanto agresores y víctimas, fueron atendidos por mi equipo de trabajo, en condiciones que, en lugar de ayudar a cumplir los objetivos de atención, hacían que poco a poco fuéramos desgastándonos a nivel físico y emocional, con una población que se caracteriza por ser demandante, presentar problemas y/o trastornos mentales incluyendo el consumo de psicoactivos y que, al estar privados de la libertad, sus problemas se exacerban y resulta siendo inevitable que los profesionales que los atendamos, terminemos con algún tipo de secuela.
Y ni qué decir del área espiritual, la cual es una de las más afectadas, y sé que las personas que han tenido contacto con esta población y centros saben de lo que hablo, por la alta carga energética que tienen y las fuerzas que operan allí, que van más allá de lo lógico y lo racional.
Los dos últimos años a partir del inicio de la pandemia por el covid-19 fueron los más difíciles, ya que paralelo al aumento de la violencia en la isla, la ansiedad que generaba el miedo al contagio, el aislamiento, el teletrabajo y las demandas propias de esa nueva realidad, terminaron siendo las gotas que rebosaron mi vaso, a tal punto de llevarme a tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: Renunciar al trabajo que con tanto amor y dedicación hice por 15 años.
A punto de sufrir un “Burn Out” (Síndrome del trabajador quemado) y con miles de emociones encontradas, logré entender cuál era el propósito de esa crisis y que era el paso que debía seguir para avanzar en mi crecimiento profesional.
Al día de hoy, continúo trabajando en el SRPA (Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes), pero desde otro ámbito, por lo cual siento que tengo la autoridad y el conocimiento para seguir insistiendo en que es momento que se desarrollen políticas públicas aterrizadas a nuestra realidad local, con unos adolescentes y jóvenes inmersos en actividades delincuenciales y unas aterradoras cifras de violencia interpersonal con tendencia al alza,
Éstos requieren, no sólo la adecuación y mejora del centro del menor infractor y del establecimiento carcelario de adultos, sino de la creación de programas y proyectos encaminados a prevenir la delincuencia en grupos de riesgo, al aumento de la oferta institucional en educación informal (talleres ocupacionales y vocacionales en artes y oficios), fortalecimiento de la atención en salud mental incluyendo el componente de mitigación y tratamiento del consumo y adicción a las Sustancias Psicoactivas.
Todo lo anterior, acompañado de la implementación de estrategias que aumenten la seguridad ciudadana, no enfocándola únicamente desde el accionar policivo y represivo, sino en la articulación de lo anterior con la comunidad, como actora principal, y reguladora del comportamiento de sus habitantes (Hijos, vecinos, amigos, etc.), dejando a un lado esa permisividad que tanto daño nos ha hecho y que nos ha llevado a normalizar todo esto.
Por último, y no menos importante, considero que los profesionales que trabajen en esto deben ser capacitados, entrenados, tener vocación de servicio y trabajar con las condiciones mínimas que garanticen su integridad física y psicológica porque ESE TRABAJO NO ES PARA CUALQUIERA.
-------------------------------
Nota aclaratoria: En aras de respetar la confidencialidad de los casos mencionados en el presente artículo, se omite la identidad y otros datos personales de sus protagonistas.
------------------------------
Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.