Nos encontramos en este domingo con una escena llena de gran significado espiritual para nuestra fe cristiana. Se desarrolla en la casa de Pedro en Cafarnaúm, que se convirtió en la sede habitual de Jesús y sus discípulos mientras predicaban en esa región.
El tema de la casa y de la familia es supremamente importante. Jesús está construyendo su propia casa, donde albergará a los que quieran ser de su propia familia.
Cuenta que en cierta ocasión previno Dios al pueblo de un terremoto que habría de tragarse las aguas de toda la tierra. Y las aguas que reemplazarían a las desaparecidas habrían de enloquecer a todo el mundo. Tan sólo el Profeta se tomó en serio a Dios. Transportó hasta la cueva de su montaña enormes recipientes de agua, de modo que no hubiera ya de faltarle el líquido elemento en los días de su vida.
Y, efectivamente, se produjo el terremoto, desaparecieron las aguas y una nueva agua llenó los arroyos y los lagos y los ríos y los estanques. Algunos meses más tarde bajó el profeta de su montaña a ver lo que había ocurrido. Y era verdad: todo el mundo se había vuelto loco y le atacaba a él y no quería tener nada que ver con él. Y hasta se convenció todo el mundo de que era él quien estaba loco.
Así pues, el profeta regresó a su cueva de la montaña, contento por haber tenido la precaución de guardar agua. Pero, a medida que transcurría el tiempo, la soledad se le hacía insoportable. Anhelaba tener compañía humana. De modo que descendió de nuevo de la montaña a la llanura, pero nuevamente fue rechazado por la gente, que era tan diferente de él. Entonces el profeta tomó su decisión: tiró el agua que había guardado, bebió del agua nueva y se unió a sus semejantes en su locura.
Jesús es el profeta que se ha tomado en serio a Dios. El mundo sufre contantemente terremotos que lo tambalean, desaparecen las aguas del bien, de la paz, de la justicia social, de la libertad, y brota las aguas enloquecedoras de la maldad, la guerra, la injusticia, y la esclavitud. De estas aguas enloquecedoras están bebiendo muchos; y su comportamiento es enloquecido buscando afanosamente beneficios personales; estos creen que están en sus cinco sentidos, entre ellos están los escribas que acusan a Jesús de ser un endemoniado, negando así que el amor de Dios está presente y actuando en él; han bebido el agua putrefacta y mortal de la malicia con que de un modo premeditado quieren destruir la buena reputación del Señor. En vez de juntarse a la familia de Jesús, se hacen parte de la familia del diablo.
Es aquí donde aparece el pecado contra el Espíritu Santo, del que dice Jesús que “el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eternamente” (Mc 3, 29). Ese pecado consiste en atribuir la obra benéfica de Dios a la acción del demonio: esa atribución es un rechazo consciente al poder del Espíritu Santo que guio a Jesús en su acción e ilumina a los hombres para que puedan comprender el significado de lo que Jesús ha hecho. Cuando hay malicia premeditada que quiere destruir la buena fama del otro, es un signo evidente de la acción demoníaca.
Los parientes de Jesús también han bebido esas aguas que los han enloquecido, por eso piensan que Jesús perdió el sentido, que es un vagabundo iluso hablando de solidaridad, resucitando muertos, curando enfermos, enseñando el evangelio del cuidado de la casa común, y de la paz, entregado por los demás, que ni siquiera tiene tiempo de comer; dicen que está fuera de sí, que enloqueció, y vienen a llevárselo para hacerlo parte de su casa y de su familia. Los que realmente están fuera de la casa de Dios son Adán y Eva que por su soberbia fueron expulsados del paraíso (Cfr Gen 3, 9 – 15), los escribas y los parientes de Jesús, por eso terminan escondidos, huyendo de Dios, y recriminándose mutuamente
Lo que no hace Jesús es juntarse a la locura de los escribas, de los parientes de Jesús, y de Adán y Eva; el sigue bebiendo el agua pura del amor del Padre. Más aún, Jesús pone entre nosotros su casa y nos invita a ser parte de su familia. Jesús es un hombre convencido de lo que hace, su espíritu es fuerte, y con el tenemos que decir: “Por eso, no nos acobardamos, sino que, aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día” (2 Cor 4, 13ss).
La casa de Jesús es nuestro mundo, con sus luchas, aciertos, fracasos, fatigas y esfuerzos. Lo dice san Pablo: “Porque sabemos que si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos” (2 Cor 5, 1).
Y, desde luego, su familia son todos aquellos que toman actitud de discípulos, que se sientan a escuchar su Palabra, que se enamoran de ella y se comprometen con Jesús en la transformación del mundo; porque “quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35). Estamos invitados a ser de la familia de Jesús; que dejemos de beber aguas contaminadas del mal, y que bebamos de la Palabra de Dios para que podamos ayudar a que este mundo sea la casa de Dios.