Katerina corrió tomando con una mano el brazo de su sobrina Calixta, sostenía en la otra una carta sellada. Prácticamente la arrastró a la cocina y cuando al fin la soltó, se apoyó en la mesa de madera donde se cortaban los vegetales.
Sudaba y se veía pálida al mismo tiempo, se quitó de la frente un mechón ondulado y canoso que se había zafado de su peinado. Estaba descompuesta, agitada, no entendía nada. Repasaba su día, buscando razones para lo que creía sería un regaño infinito, pero no encontraba motivo para ese comportamiento.
Con el sobre aún en la mano y resoplando para calmarse, Katerina, cerrando los ojos empezó un monologo corto. “Cuando tu tío murió… no, no. No es necesario que sepas eso –le dijo a la adolescente, mientras caminaba en círculos alrededor de la mesa–, esto es lo que pasa: necesito que leas esta carta y que preguntes lo menos posible”.
Temblorosa le entregó a la muchacha lo que traía, mirándola como si supiera que algo grande se iba a romper, después se sentó de frente a la pared con las manos en la cara.
Katerina era una mujer madura, sin hijos, con una cabellera larga hasta la cintura, que mostraba racimos de canas en lo que antes fueron ondas negras, tenía una contextura delgada, pero de formas curvas, una piel aceitunada y ojos brunos grandes. Era básica, mal hablada, pero creía que si terminaba las frases con una palabra santa, las groserías se sentían de mejor familia.
Su marido, el hermano del padre de Calixta, había muerto años antes, dejándola a cargo de una pequeña hacienda, que había hecho prosperar a pesar de su analfabetismo, una circunstancia que evadía siempre que podía, pero que la avergonzaba más que nada. Otras tragedias la dejaron sola con la niña como único familiar y puso especial empeño en darle la educación que ella nunca gozó.
Calixta leyó la fecha y la ciudad del remitente sin sobresaltos y siguió con un desconcertante: “Katerina, amada mía, te escribo de mi puño y letra”. La señora se quitó las manos de la cara y lanzó un “¡Maldito!”, uno de tantos que repetiría en distintos tonos e intensidades.
La carta tenía el recuento de anécdotas que empezaron con candidez, hasta hacerse eróticas, intercaladas por la constante declaración de un sentimiento que era descrito como amor.
“Maldito, mil veces Maldito”. Seguía diciendo la mujer.
Con el garabato de unos labios mal pintados, todo terminó luego de dos páginas y media de revelaciones. La joven suspiró liberada de la tortura literaria que la hizo ver a su tutora como una mujer mundana.
Calixta unía los puntos. Katerina era la ira.
Le arrancó la carta a la niña de las manos, con la única explicación que daría al respecto. “La mitad de esas historias no pasaron conmigo. Pero lo peor, es que el imbécil me dijo que él tampoco sabía escribir.”
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