Celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor, una fiesta de gozo sublime, de alegría desbordante. El salmo de hoy nos dice los motivos del gozo, “porque Dios es el rey del mundo; toquen con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46). Parece extraño que celebremos fiesta por la partida del Señor Jesús al cielo. Para entender este misterio de fe, lo mejor es meditar la Palabra de Dios.
Cuentan que a un grupo de judíos le intrigaba que su rabino desapareciera todas las semanas la víspera del sábado. Sospechando que se encontraba en secreto con el Todopoderoso, encargaron a uno de sus miembros que le siguiera. Y el espía comprobó que el rabino se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado. Cuando el espía regresó, los hermanos le preguntaron: ¿Adónde ha ido el rabino? ¿Le has visto ascender al cielo? No, respondió el otro, ha subido aún más arriba.
El rabino hace descender el cielo para mostrar el amor divino a aquella mujer pagana paralítica. ¿Qué hace Jesús en su Ascensión que nos produce gozo inmenso?
Lo primero que hace es que nos abre el camino hacia nuestra patria definitiva. En este sentido, cuando Jesús sube al cielo, lo que en realidad está logrando es quedarse con nosotros para siempre. Abre el camino para que nosotros, siguiendo sus pasos, podamos llegar a la casa del Padre donde viviremos para siempre. En el misterio de la Ascensión celebramos el coronamiento de toda misión, la de Jesús y también nuestra, ambas tienen como meta llegar a la casa del Padre.
Nuestra meta, como la del hijo pródigo, ha de ser regresar a los brazos del Padre misericordioso y experimentar su amor infinito. El Papa Benedicto hablando de este misterio utiliza una expresión muy profunda: “Dios en el hombre y el hombre en Dios”; esto mismo lo dice poéticamente el himno de la liturgia de las horas:
“El cielo ha comenzado,
Vosotros sois mi cosecha.
El Padre ya os ha sentado,
Conmigo, a su derecha”
Por eso que la Ascensión no es pérdida sino ganancia, porque el Señor Jesucristo sube para llevarnos con él, sube al cielo y se queda para siempre con nosotros, y nosotros podemos quedarnos para siempre con él.
En segundo lugar, el Señor sube para enviarnos al Consolador, quien con su fuerza nos sostiene en nuestra peregrinación diaria aquí en la tierra. Antes de subir al cielo Jesús hace una invitación que tenemos que entenderla en toda su profundidad, les dice: “No se alejen de Jerusalén; aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días ustedes serán bautizados con Espíritu Santo” (He 1, 4).
Jesús quiere a sus discípulos muy unidos en aquel lugar tan emblemático para el cristianismo; el cenáculo es el lugar de la institución de la Eucaristía, fuente y cumbre de toda la experiencia con Jesús; es el lugar donde reconocieron a Jesús resucitado y glorioso. El cenáculo es el lugar que acoge a la comunidad reunida en oración junto con María Madre; El cenáculo también será el lugar donde el Señor enviará como lenguas de fuego, la fuerza del Espíritu Santo, y serán revestidos para que den testimonio de Cristo resucitado.
Si el rabino judío se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado, los discípulos reciben el traje de misioneros con el mandato del Señor: “Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación… los acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos” (Mc 16, 15 – 20). La Ascensión del Señor nos hace misioneros que llevan el evangelio de la fraternidad y la solidaridad. No sobra la advertencia del ángel a los discípulos: “que hacen ahí mirando al cielo”. Sin perder la mirada en el cielo, hay que transformar el mundo por el que hacemos nuestro recorrido vital.
Hoy oremos con san Pablo: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro” (Ef 1, 17 – 23).
Encomendamos a todas las madres del mundo, les agradecemos el servicio a la vida, a la familia y a la construcción de un mundo más humano. Caminemos con María, el camino más fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a Jesucristo.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.