La maternidad para las vivíparas supone un trauma que no se alcanza a comprender. Un ser, parásito en lo que a funcionalidad corresponde, toma de su organismo huésped todos los nutrientes, acabando con sus depósitos de calcio y generándole una anemia que en otras condiciones sería considerada patológica.
En un principio, despliega un conjunto de hormonas que alteran desde las emociones hasta el sueño de su anfitriona y al crecer, desplaza sus órganos, los comprime y le causa todo el disconfort que pueda ser posible. Si pasa además, que la mamífera en cuestión, está incorporada y tiene funciones sociales específicas a las que no puede renunciar, el trauma es aún mayor.
¿Cómo es que puede desarrollar entonces, algún tipo de afecto por este parásito? ¿Cómo es que este amor, se vuelve legendario y se impone como un determinante permanente en lo que será su desarrollo?
¿Qué mecanismo despliega la naturaleza para conservar este retoño seguro?
La evolución perfeccionó para los mamíferos, una hormona que le permite sostener la maternidad como la conocemos y más allá de las funciones simples de la oxitocina –la lactancia y la contracción uterina– el increíble neurotransmisor provoca alteraciones en el cerebro ocasionando milagros como la empatía o la ternura.
Incluso antes de formar el embrión, las parejas que se relacionan frecuentemente comparten sus cargas de oxitocina, y desarrollan intimidad y confianza. En el corazón, es capaz de aumentar el tamaño del musculo después de un infarto, en el hombre excitado lo lleva a la eyaculación y hoy se estudia su deprivación como parte de los factores predisponentes al espectro autista
Es fácil imaginar esta molécula como una explosión de pequeñas esporas que inundan el ambiente y que provocan acercarse, cuidarse mutuamente y buscar la felicidad de otros con el mismo empeño que la propia. Muchos han llamado a este complejo de nueve péptidos, la hormona del amor, la hormona de Dios, pero a mí me parece la más humana de las sustancias. Provoca placer, satisfacción, da de comer a la cría, la mantiene caliente en el frio, se produce tras el rose, el beso y el abrazo, es la poesía hecha química.
La componen nada más que átomos de hidrógeno, carbonos y oxígeno, pero en una disposición que la hacen única y transformadora. Tiene sin embargo, en el centro de la molécula, un poco de azufre, un recuerdo de nuestro vínculo a lo básico, con la tierra.
Feliz día entonces, para las plantas productoras de oxitocina en el mundo, y que la fuerza de estos enlaces nos mantenga poderosas.
-------------------
Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.