Una característica de la modernidad es que fragmenta la vida de la persona. Siendo la vida humana un todo armónico entre muchos elementos, está rota en mil pedazos. Un pedazo oscuro es la vida privada, y otro, luminoso, la vida pública; un pedazo hermoso es nuestra imagen social, otro, irreconocible, es nuestra imagen en las redes sociales.
Un pedazo muestra al creyente piadoso, que cuando sufre busca a Dios, y otro el que se declara ateo cuando goza de bienestar; un trozo rústico y duro somos en casa y otro, amable y dulzarrón, fuera de ella; un pedazo nuestro defiende ideas de alto calibre filosófico y humano, y el otro, el pedazo de nuestras acciones, que lo borran todo.
Esto lo muestra la historia de un conocido médico que era aficionado a la alfarería y a menudo reunía a sus pacientes para hacerles admirar sus obras. Un día invitó a un Maestro zen conocido suyo y mientras los asistentes admiraban un pequeño jarrón se volvieron hacia él para conocer su opinión.
El maestro zen miró gravemente en torno suyo y dijo:
- Si alguno de ustedes cae enfermo, les aconsejo que nunca recurran a este hombre. Debe ser un médico abominable.
Se hizo un silencio mortal. Después un viejecito preguntó:
- Pero, ¿por qué dice usted eso?
- Porque su corazón no está en la medicina. Este doctor colecciona pacientes con el único propósito de mostrarles sus obras de alfarería que, además, apenas si son aceptables.
El golpe fue tan duro para el médico, que en el acto perdió la vanidad artística que alteraba sus cualidades médicas.
Una razón por la cual los seres humanos estamos rotos es porque vivimos de una actividad, y le damos el corazón a otra. Cuando el corazón no está donde debe estar, sencillamente estamos rotos. Otra razón es la ausencia de maestros de vida. Los guías espirituales, los padres de familia, los profesores, nos forman para aprender teorías, para desarrollar habilidades, pero no para vivir. Hay escasez de maestros de vida.
Escribe el profesor Javier Bermúdez de la Universidad de la Sabana: “critican que en el mundo académico la unidad o coherencia de vida se ha convertido en algo ajeno a la realidad humana, de tal manera que a la universidad se acude a adquirir determinadas competencias, pero no a volverse mejor persona”.
Es lo mismo lo descubre Jesús, los jefes del pueblo tienen que ser maestros de vida, y eso no está sucediendo. El evangelio es un cuestionamiento profundo a los maestros de la ley: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen” (Mt 23, 1 s). Para Jesús, toda persona debe alcanzar su unidad vital, y debe verse su coherencia interna, porque solo así saldrá a relucir su grandeza humana. Para lograr eso, es necesario tener maestros de vida.
¿A qué Maestros podemos acudir para lograr unidad de vida? Un gran Maestro es la Palabra de Dios. San Pablo recalca esto cuando escribe a los Tesalonicenses. “Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que les predicamos, la acogieron no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en ustedes los creyentes” (2 Tes 29, 12 s). La Palabra de Dios es viva y eficaz, es una palabra que nos moldea por dentro, que cura nuestras grietas del fariseísmo y de la incoherencia de vida, y da solidez y unidad a nuestra existencia.
El Maestro por excelencia es Jesucristo. Nuestra vida cristiana no se puede reducir al cumplimiento de unos mandatos, o a la práctica de ritos de culto; debe llevarnos al encuentro con Jesucristo. Nuestra religión es una persona, es Jesucristo. Dice el profeta Malaquías: “Yo soy el Gran Rey, y mi nombre es respetado en las naciones –dice el Señor de los ejércitos–. Y ahora les toca a ustedes, sacerdotes. Si no obedecen y no se proponen dar gloria a mi nombre –dice el Señor de los ejércitos–, les enviaré mi maldición” (Mal 1, 14 s). La relación con Jesucristo debe ser personal, constante, obediente, jubilosa, comprometida, desinteresada y radical.
Otro maestro de vida cristiana es el testimonio de servicio y humildad de los seguidores de Jesús. Dice el evangelio: “El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt 23, 12). El profeta Malaquías dice que invalidamos la enseñanza de la Palabra de Dios y del Señor, cuando anulamos la ley del amor a Dios y al prójimo. Grandes maestros de vida espiritual encontramos en nuestra Iglesia, que forjaron una humildad probada, que trabajaron por una fraternidad en la caridad, y que se comprometieron a consolidar sus comunidades cristianas en la fe.
Necesitamos maestros de vida cristiana, y solo pueden serlo los servidores humildes. Un padre de familia, un sacerdote, una religiosa, un maestro tendrá autoridad en la comunidad siempre y cuando trabaje por la fraternidad; cuando vea en el otro a un hermano y le sirva por amor; cuando no lo vea como un cliente que admira nuestras artesanías y eleva nuestra aceptación social.
Maestros que sean capaces de cuestionar nuestra vida; que cuando descuidemos el hogar, nos digan: su corazón no está en la familia; que cuando la fe está débil, nos pongan contra la pared y digan: su corazón no está en Jesucristo; que cuando seamos indiferentes al hermano nos griten: su corazón no está en los hermanos; que cuando nos brote la soberbia, nos digan: en su corazón no hay humildad. Que el duro golpe del evangelio en nuestra vida elimine nuestra vanidad y soberbia y evite que seamos creyentes abominables para que aparezca la humildad, el servicio y la fraternidad.
María Santísima, mujer humilde y sencilla, fiel oyente y obediente a la Palabra; mujer fraterna y llena de ternura materna, sé nuestra maestra de vida cristiana.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.