Karim Ganem Maloof creció en San Andrés hasta que partió de las islas para estudiar derecho y literatura. Fue editor en jefe de la revista El Malpensante y de su sello de libros. Sus escritos han aparecido en medios de Colombia, Estados Unidos y España, y tuvo un espacio sobre culinaria en El Espectador. Ahora nos presenta su primer libro, 'Calor residual'.
En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar por «El cordero crudo de El Vegano Arrepentido», y en 2021 hizo parte de la selección del Premio Gabo, que reconoce el mejor periodismo en español y portugués, por «Cuánta selva necesita un hombre». Dirigió el equipo editorial de la Comisión de la Verdad de Colombia y fue el editor general de su Informe Final, publicado a mediados de 2021.
Calor residual. Crónicas y ensayos culinarios es su primer libro, que reúne sus escritos editados e inéditos sobre la comida y el comer, en los que también trata de manera literaria sobre la cocina y los ingredientes de estas islas a las que sigue llamando hogar. El libro es distribuido por la editorial Hammbre de Cultura, que lo vende y envía a domicilio directamente a través de su página: www.hammbredecultura.com
Crónicas, ensayos narrativos, perfiles y pequeñas piezas cómicas se encuentran en ese libro que empieza con un provocativo prólogo a cargo de la renombrada escritora Piedad Bonnett... Se los dejamos como adelanto:
Prólogo
«Este es un libro que tiene a la lengua como su principal protagonista. La lengua con sus papilas gustativas, dispuesta a probar cualquier cosa, desde el arroz con bleo palenquero o totopos con salsa de hormigas o de chapulines en México, hasta el pollo frito de KFC o la plástica comida de avión. La lengua de un sibarita, un curioso, un explorador, un insaciable.
Pero también es protagonista la otra lengua, aquella en la que Karim Ganem Maloof escribe con la misma pasión con la que prueba los sabores del mundo, y que paladeamos como un manjar exquisito, porque despliega en cada crónica su infinita riqueza, salpicada de asociaciones iluminadoras, de adjetivos precisos aun en su repentina desmesura y en su imaginación desbordada, de frases que caen con una contundencia reveladora o de imágenes que pasan rozando la poesía. Porque mucho de poético hay en estos textos en los que la belleza de lo narrado a menudo va de la mano de lo prosaico.
Decía que este libro está escrito desde el gusto –por los sabores, por las palabras– pero también desde los cinco sentidos. En él encontramos olores, texturas, colores y formas, que el cronista –como aquellos otros, los que descubrieron América– se esfuerza en describir apelando a todas sus referencias. Así, por ejemplo, el basket pepper “huele a tallos de apio, a pimentones biches, a menta”; y envasado según una receta clásica de las islas, con aceite de coco y vinagre, su color rojo sangre termina destiñéndose. “Ese cáliz de brillos rosados –leemos– reposa en el altar de los fritos, adonde muchos peregrinamos religiosamente los domingos a mediodía para comer una empanada de cangrejo bañada en picante”.
Así, atravesadas por el humor, que cada tanto nos arranca carcajadas, y por la ironía, que nos despierta más de una sonrisa, estas crónicas combinan muy bien la experiencia personal –la que hace que un chile en la boca del autor le haga sentir “un ascenso celestial por peldaños de tolerancia”– con lo colectivo, pues la investigación que hay detrás ahonda en las costumbres y los hábitos que hacen de la gastronomía una manifestación singular de cada cultura.
La historia y la geografía son pues el contexto que les da concreción a las experiencias gastronómicas, y el autor lo precisa sin que la erudición nos abrume, pero sazonando su relato con pequeñas y deliciosas pedanterías, que aceptamos porque él mismo nos las entrega con un guiño, convirtiéndonos en sus cómplices.
Calor residual es también un viaje, no solo por distintos lugares del mundo –a veces lejanos y exóticos, a veces humildísimos– sino también a la infancia, donde se fundan los gustos y disgustos del paladar de todos los seres humanos, que, como bien sabemos, van unidos a los afectos y las emociones, y a recuerdos imperecederos y nostalgias.
El más entrañable de estos textos –el que me permitió hace unos años descubrir, asombrada, el inmenso talento de Karim– tiene que ver precisamente con su mundo familiar, marcado por la presencia de muchas mujeres, todas de origen libanés, entre las que destaca sitty Suad, su bisabuela, cuyas manos el bisnieto recuerda siempre oliendo a ácido, “como si toda la vida las hubiera tenido sumergidas en leche –maniobrando ese caudal lácteo para hacer labneh y el labneh para hacer queso–”.
Se titula “La vida láctea”, y se sintetiza de manera perfecta en el párrafo con el que se anuncia: “Como una larga cadena de proteínas, en este texto se cruzan la tradición familiar de preparar yogur, el triunfo de la industria láctea a nivel mundial y los inicios de la microbiología”. Y es que, como es apenas natural, la química y ciertos avances de la ciencia son connaturales a estos temas, y aparecen por tanto en las siguientes páginas.
Libro singular como ninguno, Calor residual nos permite una inmersión en un mundo único, donde el disfrute viene de los lugares más insólitos, pero sobre todo, de la conexión con una mirada sensible, de una prosa que se alimenta de la mejor literatura y, sobre todo, de un interés particular, una vocación, una pasión detrás de la cual alienta el fuego del gusto por la vida.»