Si hay algo que distingue a grandes naciones en el concierto internacional es el pragmatismo que saben aplicar en las cuestiones de política exterior que tiende a facilitar y viabilizar relaciones bilaterales, más aún, si se trata de territorios de frontera.
En nuestro caso, a la luz de la sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya del 21 de abril pasado, Colombia no logró demostrar suficientemente –según ese alto tribunal– las tradiciones de sus pescadores artesanales en espacios que hoy son Zona Económica Exclusiva (ZEE) de Nicaragua, a partir del fallo del 19 noviembre de 2012.
Así las cosas y en virtud de aquella decisión y su consecuente pérdida (más de 70 mil kilómetros cuadrados de mar territoral) de derechos marítimos; en Providencia, Santa Catalina y San Andrés se vienen padeciendo desde hace una década, crecientes limitaciones en la capacidad de proveer productos que aseguren la alimentación de su gente y las faenas de los pescadores artesanales en su territorio ancestral.
Además de la langosta espinosa o el caracol pala, la llamada pesca blanca ha disminuido sensiblemente incrementando su precio de una manera impactante. Lo anterior, sumado a la incursión de embarcaciones de mayor envergadura –nacionales y extranjeras– que con sus prácticas no sostenibles aceleran la devastación de estos recursos en plena Reserva de Biosfera.
Quienes han buscado la normalidad en la canasta familiar de los isleños y particularmente de los habitantes de Providencia y Santa Catalina, conocen la sensible trascendencia de pescar en áreas marítimas, ahora de exclusividad nicaragüense, aun cuando las especies nacen en los atolones de Serrana, Quitasueño, Roncador y de otros bancos y bajos de jurisdicción del archipiélago colombiano.
Por lo anterior y sustentado en sus prácticas seculares, buena parte del Pueblo Raizal está esperanzada en los diálogos entre Colombia y Nicaragua –como lo recomendó explícitamente la Corte Internacional de Justicia– para restablecer derechos consuetudinarios de la población ancestral y también costumbres entre pueblos que en buena parte provienen de un mismo árbol familiar.
En la isla de Old Providence, mucho antes de la existencia de la respetable Organización de Estados Americanos, se anidaron en familia gente de todos los continentes en un sincretismo cultural que merece seguir desarrollando, como siempre, relaciones fraternales, provechosas, respetuosas y ecuánimes más allá de las fronteras de pasaporte que surgieron después.
Es una cuestión de sentido común, pero, ante todo, de supervivencia y derechos humanos, que no se debería dilatar por mucho tiempo más.