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Por los caminos del sur

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GABRIEL.SALCEDO Una mañana cualquiera del mes de junio partí del Aeropuerto Gustavo Rojas Pinilla de San Andrés con el objeto de hacer un recorrido por seis departamentos de Colombia. Mi objetivo central era visitar por lo menos una siete regionales del Colegio Nacional de Periodistas (CNP) que tengo el orgullo de presidir.

Ya en el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Palmira, tuve la oportunidad de darme un abrazo con el presidente del capítulo del CNP de Cali, distinguido colega y compañero Farid Barbosa. Entre el aeropuerto y la zona urbana de Palmira, rumbo a la residencia del compañero Echeverri, me fue contando en detalles sobre la vida y movimiento del gremio en la Sultana del Valle, la bella.

El Valle del Cauca es una tierra de olores, huele a pasto biche, a hierba mojada, huele a caña, huele a sudor  de cañaveral, el valle es  tierra con fiebre de rojo y de verde, porque el valle del Cauca sigue siendo la capital deportiva de América.

Farid me va contando de todo, de lo nuevo de Niche y Guayacan, de la inseguridad que vive la Capital, me habla de Siloe, me dice que la leyenda no es Joe Arroyo sino Piper Pimienta -el de “las caleñas son como las Flores”-  me comenta que la semana pasada se echó unos traguitos con Wilson Manyoma.

Reconoce mi compañero cenepista que el vallenato se tomó a Cali, y que hay cuatro emisoras especializadas en la música de Rafael Escalona.

Así,  entre comentarios periodísticos y otros, llegamos a la parte urbana  de Palmira  en busca del compañero Echeverri, la reunión estaba programada para las seis de la tarde. Allí todavía las direcciones se buscan por los nombres de los negocios: cerca de la casa del colega alguien nos guió a través de un famoso restaurante llamado El Tractorista.

El compañero Echeverri nos recibió con sancocho valluno, agua de panela y una lengua lista para el discurso, porque a las siete de la noche y con una gran cantidad de periodistas, fundamos el CNP para esa región, que lleva el nombre (rimbombante) de “Capítulo de Palmira y municipios aledaños”.

Los periodistas de la región son toderos, hacen periodismo y otras cosas; el que no tiene una tienda, tiene una parcela, o un gallinero, el que no tiene una rifa, es dueño de un restaurante… pero eso sí: todos tienen una hermosa historia periodística que contar y hablan de ella con orgullo tal, que yo no dudaría en entregarles y lo digo en serio el premio Cabo de Periodismo.

Como siente uno el orgullo de ser periodista oyendo estos colegas, todos curtidos en el arte de hablar y escribir como grandes, porque grande es la historia de este periodismo que convivió con la  violencia de 1.948 que vio morir a Gaitán; que vivieron la llegada del hombre a la luna, de Fidel a la Habana;  pero que adoran a Álvaro Uribe casi con misticismo.

Me fui a dormir a Cali, mi cuerpo ya casi extenuado recibió con beneplácito una cama en el Hotel Flamingo, desde allí active telefónicamente mi presencia en Cali esa noche, le marque a Luis Fernando Llamas que a los treinta minutos estaba en el hotel y a los treinta y cinco ya estaba convencido para acompañarme hasta Ipiales en el Departamento de Nariño. Fernando se despidió y quedamos en encontrarnos a las cinco de la mañana.

A las cuatro de la mañana el  ‘flechas’, mi compadre sacramento, estaba en el hotel  y yo ya estaba listo: casi nunca duermo cuando estoy de viaje. Me hace falta no solo el cuerpo de mi compañera Gregoria, sino también su  aroma y hasta su respiración, un solo movimiento suyo me hace sentir que estoy vivo.

Un taxi nos lleva hasta al terminal en quince minutos, demasiado temprano: la primera buseta para Ipiales parte a las seis de la mañana. Hace frio, no fumo pero tomo tinto y leo. A las cinco y media me tomo un caldo de costilla, Luis Fernando toma fotos una detrás de otra, yo suspiro, hablo solo, estoy preparando mis discursos.

Añoro las mañanas de mi casa, pero como dice Piero “haciendo un esfuerzo se puede vivir”. La buseta comienza a rodar, los pasajeros se pelean los puestos de ventanilla, yo había asegurado uno desde las cinco y media.

La salida de Cali es difícil: una tropelía de carros cargados con todo tipo de mercancía están entrando a la ciudad. Hacía años no escuchaba una maldición a las seis de la mañana y ese día la oí. Un camionero con botas y la boca llena de dientes de oro le maldijo la vida, la madre y la existencia a un despelucado que iba manejando un carro mula, quien con cara de indiferencia y de burla, solo atinó a decirle “la tuya”.

Fuimos saliendo poco a poco, Luis Fernando me iba indicando y me decía “mira: allí viven los Llorente Caicedo, del otro lado está la casa del Alcalde, allí está la sede campestre del América”.

No había necesidad de informarle a nuestros desprevenidos compañeros de viaje que en esa buseta viajaban dos costeños medio intelectuales, medio corronchos pero llenos de ánimos por conocer el Sur  de Colombia.

El uno -yo- dispuesto a pedirle a la Virgen de las Lajas un montón de cosas y el otro a orarle para que América volviera a ser Campeón. Estaba seguro que sería más fácil para la virgen quedarse con mi saco de peticiones.

Comenzamos a ver una romería de hermosos pueblos, todos con el recuerdo de Sebastián de Belalcázar  fundador de Cali y Popayán. Todos pintados de Colonia, de purismo cultural, todos parecen recordarnos la Hacienda el Paraíso donde Jorge Isaac inmortalizó e inmoló los amores de María y Efraín.

Pueblos que parecen caricaturas de la guerra de independencia, porque allí pude saludarme con la Marquesa de Yolombó que estaba de vacaciones en Piendamó pero también me encontré a la Pola a la orilla de un rio lavándose la cara para hechizar a la corriente con su belleza granadina.

En Popayán me saludé con los escoltas  del General Mosquera;  en Rosas degusté un sabroso desayuno campesino de la época del General Murillo; en Bordo deleité el pescado mejor preparado del mundo; en Estrecho saboreé una chicha que -dicen- era el sabor preferido de Don Simón y en Mojarra estreché las manos de cayos señoriales de las matronas en su lavadero.

Finalmente, en Tablón entablé conversación con un anciano que me aseguró que mi General Santander había tenido algunas concubinas en el pueblo. Cuando me subí al carro el chofer me dijo que el anciano estaba loco,  pero yo ya le había creído.

Luego vino Chachagui y me convencí de que la campiña francesa de Descartes y Rousseau no era mejor del que es para mí, el pueblo más lindo de Colombia.

Allí está el aeropuerto del Departamento de Nariño, la región que era un solo diamante, pero que el bastón de Dios tocó para convertirlo en mil aristas mágicas de oro y plata.

(continúa…)

Por Gabriel Salcedo Román

 

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