Y se vieron a los ojos. Y solo el iris era el mismo, los parpados se habían caído, las arrugas aparecían desprovistas de decencia alguna, pero a él no le parecían demasiadas. Si hubiera un número justo para las arrugas, ella lo tenía.
Ella se fijo en sus manos, ¿Qué eran esas manchas que aparecían en los dorsos de sus manos? Sobre esa piel apergaminada habían pasado otras manos, y de tanto acariciar habían dejado huellas color vino tinto, o había sido el trabajo, o tal vez los otoños. Se veían temblorosas, discretas y azuladas, se notaba el relieve de las venas que dibujaban cordilleras sobre tendones lánguidos. Esas no eran las manos que le habían dado nuevas fronteras a su inocencia, pero el entero ya no era el cuerpo firme y vigoroso que le arranco besos en primavera.
Ya habían pasado un par de presidentes, algunos inviernos y varios poemas se habían publicado. Pero no era tanto tiempo, porque en nuestro tercer mundo, un par de presidentes podrían pasar en un par de años, en un par de días, o en un par de décadas; algunas veces el invierno venia más de una vez por año, y los poemas se hacían cada vez más escasos. Pero en todo caso ya había pasado un tiempo, desde que la pasión pesaba más que la ternura, desde que él prometió sinónimos de amor que no se atrevía a pronunciar, desde que ella fingió creerle sin condiciones. No podían recordar la fecha en que se despidieron, ni la ropa que usaban, ni el clima que hacía, en ese momento parecía tan certero que se volverían a ver, que no fijaron en sus memorias los detalles de la escena. Y no paso. No se volvieron a ver. La cadena de eventos que ligo ese “adiós” a este “hola”, los llevo por el mundo y luego caprichosa, los trajo de vuelta y ahora era el “hola” lo único que importaba.
Él, le tomo la valija, se la quito de las manos y sintió la manija húmeda y fría, a ella le sudaban las manos como las de una adolescente descubierta en el primer beso. Y cuando la soltó al fin, oculto su nerviosismo mimando con cuidado una mano con la otra, remplazando con caricias los reproches. Pero que se hace con un cuerpo viejo y un amor fresco, si pensaba bien, esto por lo que hoy se encontraban había muerto hacía varios girasoles. No habría planes para criar hijos: cuando la menopausia era ya una vieja amiga, ni para construir una casa: cada uno había hecho de su nido un lugar que se adaptaba a sus cuerpos frágiles, no pasarían noches de pasión desesperada, no lo harían con la cadera rota que a él le operaron el año pasado, no verían juntos paisajes inolvidables: detrás de esos ojos de iris juveniles vivían cataratas que hacían opacos los nuevos recuerdos, ya habían muerto los líderes de las ideologías que habían defendido, y se habían terminado las guerras por las que protestaban.
El silencio se quedaba ahora entre ellos como un tercero, como la vergüenza de un cuerpo deforme cuando se encuentra desnudo después de que la luz se enciende y duda que el amor del otro lo vea hermoso. ¿De qué se habla cuando el tiempo te ha pasado por delante y por detrás, cuando el final del cuento se ve tan de cerca? Que frágil parece hoy ese afecto que se alimentaba de caricias y esperanzas, que eludía la rutina encantadora, que se concebía febril y lujurioso.
Ambos pararon súbitamente el paso que hacían ya rítmico, ella se despidió sutil con un beso en la mejilla, le quito la maleta de las manos y en media vuelta se devolvió a su mundo cómodo. Ya había quedado atrás la oportunidad de ese amor. Una vez en casa, con calma y sin pretensiones de resucitar difuntos, luego de servir la comida a su marido, y desde la computadora de su nieto, cerró su cuenta en facebook: hay amigos que es mejor no encontrar, cosas que ya nos gustan, juegos que ya no queremos jugar, Redes sociales que es mejor dejar morir.
Por Edna Rueda Abrahams.