El psiquiatra, que era un hombre maduro, vestido a capas, desde la camisa azul, el saco en v, el chaleco café, y una chaqueta que dejaba sobre el espaldar de la silla, le dijo que entrara, con un gesto alerto a un estudiante para que se pusiera de pie, y le diera la silla.
Había un silencio cómplice entre los ocupantes del pequeño cuarto, se miraban entre ellos como lo hacían siempre, con la confabulación de aquellos que se sienten cuerdos en un manicomio. Le hacían preguntas que contestaba acertadamente, aunque eran por sí mismas, un insulto a su inteligencia: la fecha, el presidente, donde se encuentra, que comió… “Es increíble que estudien tantos años para preguntarme si recuerdo el nombre del presidente ¡que estúpidos!”, pensó”. “¿Habrá acaso alguien que no lo recuerde? ¿Será que el nombre que di es el del presidente actual? ¿En qué año estamos? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto tiempo llevo en este lugar? ¿Porque son tan jóvenes estos médicos? ¿Son médicos?”…
La ansiedad comenzó a apoderarse de su cuerpo, aunque hacía frio, su frente sudaba a litros… Su mirada cambió desde la calma hasta la sospecha, abrazó la carpeta de cartón llena de papeles que traía al entrar y cruzó sus piernas dejando ver sus medias de diferentes diseños y la suela roída de su zapato derecho, notó la mirada compasiva de una de las estudiantes, desconfiaba siempre de las mujeres con bufandas… conseguía oír sus pensamientos y detestaba que le tuvieran lástima, pero sabía bien que no podía confesarles sus ‘habilidades’: en este ambiente había que cuidar cada palabra.
A veces se le escapaba una sonrisa que ocultaba con sus manos, cuando podía reconocer que el diálogo que compartía con el ecléctico equipo, le había sido revelado y lo guardaba encriptado en los papeles de la carpeta de cartón, de vez en cuando les reclamaba a la voces que se callaran, porque el ruido era tan alto que tenía que pedir que repitieran las preguntas ¡shuuuu!, decía.
Las voces raramente obedecían.
Estuvo callado casi todo el tiempo, asintió cuando así se esperaba que lo hiciera, propuso incluso, un plan para luego de su salida: el enseñaría el idioma que estaba desarrollando, comunicaría animales y plantas con humanos, hablar de esto lo entusiasmaba, mostraba sus escritos con exaltación, y luego se contenía nuevamente cuando notaba la desaprobación de la audiencia.
Fue enviado otra vez a su catre, el cuarto de un cuarto de ocho, al lado de un tipo que -por lo menos a su consideración- estaba completamente loco.