Notas críticas sobre la opinión consultiva de la Corte IDH

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ESTEBAN.ROJAS.MORENOSLa opinión consultiva OC-23/17 (OC) de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) responde a la solicitud elevada por el Estado colombiano a efectos de saber, en términos generales, I) cómo debe interpretarse el término “jurisdicción” contenido en el artículo 1.1. de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADDHH) en relación con las obligaciones ambientales de los estados en la región del Gran Caribe...

... y II) cuáles son las obligaciones que de este tipo se derivan de los artículos 4.1. (derecho a la vida) y 5.1. (derecho a la integridad personal) de la CADDHH.

A primera vista, el contenido de la OC parece ‘garantista’, pero si se autorreflexiona sobre nuestra forma de vida, podrán advertirse los problemas derivados de un etnocentrismo naturalizado por parte del tribunal interamericano. A continuación, se exponen algunas de las consideraciones de la OC en las cuales la Corte piensa como una sinécdoque, puesto que presupone que su interpretación en perspectiva representa totalmente a la pluralidad de formas de vida y, específicamente, a la del Pueblo Raizal cuya situación de precariedad en el Caribe motiva la consulta del Estado; ciertamente, aquella interpretación afecta negativamente al Pueblo Raizal, aunque la Corte –junto con el Estado en su solicitud- intente ocultarlo radicalmente al nunca referirse a expresamente a él.

La exclusión del Pueblo Raizal se advierte en la metodología interpretativa de la Corte; entre los criterios que utiliza –siguiendo la Convención de Viena del Derecho de los tratados– está 'el sentido corriente'[1] de los términos de la CADDHH. Ahora bien, de un contexto interpretativo a otro, el sentido de los términos puede variar, puede haber distintos términos para referirse a las mismas ideas, e incluso –teniendo ya como referencia un contexto más amplio (v.g. una forma de vida distinta)– puede que ciertas ideas resulten extrañas y, por tanto, no haya un término para dar cuenta de ellas; armónicamente, lo que se considera “corriente”, usual o común dentro de un contexto, puede no serlo en otro.

En este sentido, la interpretación de los tratados de acuerdo al 'sentido corriente' de sus términos es la interpretación según el sentido producido en una forma de vida determinada y reproducido en un contexto interpretativo rigurosamente limitado: el de las élites (inter) estatales que pueden celebrar tales tratados y que se (auto) atribuyen autoridad para imponer interpretaciones a otros contextos inconmensurables con los que no conviven, que desconocen y que tienen sus propios sentidos corrientes con los cuales aquellas élites son incapaces de dialogar, pero creen comprender a través de una mención ligera con el lenguaje sesgado e impersonal de los derechos.

De tal manera, el sentido corriente en un marco intercultural o de relacionamiento entre formas de vida distintas no es más que una ficción que naturaliza la hegemonía de una forma de vida determinada, cuya autoridad epistemológica sobre las otras es objetivamente incomprobable y no tiene más sustento que la dominación fáctica a su vez naturalizada con el paso del tiempo y la capacidad coercitiva eventual de reasegurarla.

Otro de los criterios que usa la Corte es el ‘contexto’ de los tratados[2], el cual no refiere a la situación latinoamericana contemporánea, mucho menos a la vulnerabilidad socioeconómica y ambiental del Caribe, sino al contexto según los artículos 31 y 32 de la Convención de Viena, esto es, un contexto jurídico-formalista, reducido a normas interestatales[3] abstraídas de la complejidad y contingencia de la experiencia material, la cual sólo se tiene en cuenta complementaria, pero muy limitadamente, en tanto se puede acudir a las circunstancias de celebración del tratado[4], es decir, al pasado. Esta metodología basada en un sentido y un contexto sesgados sienta las bases para el ocultamiento radical del Pueblo Raizal en el fondo de la consulta.

Ya en cuanto al análisis ‘estrictamente jurídico’[5] del tema de consulta, al abordar la relación ambiente-DDHH, la Corte enfatiza[6] en ella un tercer elemento, el desarrollo sostenible, en tanto “indispensable para asegurar al hombre un ambiente de vida y trabajo favorable y crear en la tierra las condiciones necesarias para mejorar la calidad de vida”. No obstante, al no explicitar lo que entiende por “ambiente de vida y trabajo favorable” y “calidad de vida”, la Corte presupone ficcionalmente que los conceptos que conforman tales ideas, profundamente valorativas, tienen carácter unívoco, trascendente y acultural.

Por otro lado, la Corte señala que los Estados sólo están obligados a prevenir daños ambientales ‘significativos’ en su territorio o fuera de él, puesto que la CADDHH “no puede ser interpretada de manera que impida al Estado emitir cualquier tipo de concesión”; por tal razón, “el nivel aceptable de impacto, demostrado a través de los estudios de impacto ambiental, que permitiría al estado otorgar una concesión en un territorio indígena puede diferir en cada caso, sin que sea permisible en ningún caso negar la capacidad de los miembros de los pueblos indígenas y tribales a su propia supervivencia”.[7]

Ahora bien, lo que se considere ‘daño significativo’ depende del contexto interpretativo, y como la Corte es extraña a contextos de vulnerabilidad socioeconómica y ambiental en los que el acceso a los bienes naturales es ya un tema de supervivencia, no tiene problema en disponer a la distancia que la CADDHH no puede ser interpretada como un veto a las concesiones extractivistas, aunque sí puede y efectivamente es interpretada de tal manera por quienes desde tales contextos así lo reclaman, esperando que el derecho les devuelva algo de lo que les ha quitado. Empero, la Corte hace como si las interpretaciones alternativas no fueran posibles, porque su soberbia y trascendente autoridad se ha naturalizado y su interpretación se ha vuelto la única posible.

Igualmente, la Corte considera que la “aceptabilidad” del daño en territorios indígenas depende del estudio de impacto ambiental (EIA), un mecanismo basado en un lenguaje valorativo técnico-científico divergente de los lenguajes valorativos indígenas y, específicamente, del raizal, pero que no obstante prevalece, puesto que la ciencia otorga “estándares fácticos y objetivos” y, así, logra el cometido del EIA: obtener “alguna medida objetiva”[8] del impacto. Una vez la ciencia impone el daño que los pueblos indígenas objetivamente pueden y deben aceptar, el recurso retórico a su integridad cultural, a su subjetividad, ya no es más que un discurso ficcional que oculta el sometimiento epistemológico impulsado por la misma Corte.

Aunado a lo anterior, es importante resaltar cómo el discurso de la Corte IDH varía precisamente cuando habla de manera puntual de la evaluación del impacto en los territorios indígenas, puesto que abandona la referencia retórica a la vida digna que venía utilizando[9] para, de forma precarizada, limitarse a decir que el nivel aceptable de daño no puede negar la supervivencia, en otras palabras, la vida sin más, sin importar su calidad o sus condiciones.

Además, la Corte señala que el EIA “debe ser concluido de manera previa a la realización de la actividad o antes del otorgamiento de los permisos necesarios para su realización”[10]. Pues bien, así son las obligaciones ambientales de los estados, ligeras y opcionales: el estado debe hacer el EIA antes de autorizar la actividad, o no; y en un modelo económico hegemónico basado en el extractivismo, que no discrimina entre izquierdas y derechas, hay innumerables ejemplos de cuál deber eligen los estados. Así, autorizar una actividad antes de la realización del EIA es firmar un cheque en blanco al extractivismo y una muestra de la falta de buena fe en la evaluación del riesgo ambiental, social y de DDHH de un proyecto.

La Corte retoma también el principio precautorio[11], considerado usualmente como adecuado para proteger el ambiente, pero que no debe adoptarse incuestionadamente. Tal principio presupone certezas a pesar de la irreductible incertidumbre epistemológica que se deriva de no poder conocer un objeto sin transformarlo y no obstante la creciente inestabilidad ambiental, por lo cual resulta imprudente; en efecto, leído de otra forma, tal principio implica que cuando no haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta sí puede utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas para impedir la degradación ambiental y, en consecuencia, presume que la ciencia puede otorgar “certezas absolutas” e infalibles acerca de cuándo hay o no riesgo grave o irreversible.

Aunado a lo anterior, si el principio de precaución no se limitara al peligro de daño y tuviera en cuenta determinados contextos de daños consumados y violaciones previas de DDHH, podría hablarse empáticamente de un principio de abstención; sin embargo, es más fácil, más conveniente y más seguro adoptar un pensamiento mecanicista y reduccionista, que asumir la incertidumbre derivada de la complejidad.

Es así que, para identificar las amenazas (perjuicios potenciales) de tipo ambiental a los DDHH, la Corte piensa abstractamente –siguiendo el contexto metodológico ya expuesto- en lo que dicen distintas instancias interestatales al respecto [12], al tiempo que soslaya indolentemente lo que, al parecer, no le resulta significativo, lo que vive el Pueblo Indígena Raizal en lo local y los perjuicios consumados que se derivan del colonialismo de población que padece: el despojo de su territorio ancestral, su arrinconamiento en una fracción del mismo, la imposición violenta de una cultura advenediza y el racismo ambiental que motiva el extractivismo que tal cultura promueve.

Efectivamente, durante el proceso consultivo, la Corte fue informada de tal situación por los mismos raizales además de otros participantes en tal proceso [13], pero decidió mantener alejado el exceso de trauma [14] y guardar silencio al respecto; en este sentido, el carácter 'no contencioso' de la opinión consultiva y el análisis 'estrictamente jurídico' fungen como dispositivos ideológicos que permiten simplificar la complejidad, ocultar la conflictividad local y construir discursivamente al Pueblo Raizal como inexistente, hacer de él un mito, un relato fantasmal.

 


[1] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Opinión consultiva OC-23/17 de 15 de noviembre de 2017, párrafo 40.

[2] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Op. Cit.

[3] Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, artículo 31.

[4] Ibíd., artículo 32.

[5] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Op. Cit., párrafo 45.

[6] Ibíd., párrafos 52-55.

[7] Ibíd., Párrafos 134-140.

[8] Ibíd., párrafos, 136, 156.

[9] Ibíd., párrafos 48, 109, 114, 119.

[10] Ibíd., párrafo 162.

[11] Declaración de Rio sobre el medio ambiente y el desarrollo, principio 15: () Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente.

[12] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Op. Cit., párrafo 54.

[13]La audiencia del proceso consultivo, en la cual la Corte IDH conoció la situación raizal y que la misma Corte facilita en la nota al pie 10 de la OC, se encuentra en el siguiente enlace: https://vimeo.com/album/4520997 .

[14] Esta expresión es usada por Slavoj Zizek para referirse a lo “excluido de nuestra realidad simbólicamente construida” y que está dado por experiencias abrumadoras, perturbadoras o insoportables para el ser humano, como pueden ser la muerte, la miseria y el despojo.

Última actualización ( Martes, 06 de Marzo de 2018 10:34 )