La letalidad del amor

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NADINYa era tiempo -dejó saber Narcés Moreno a su casual compañera de viaje tras escucharle comentar que el día estaba bonito, como si se hubiera adelantado la primavera. La mujer, mulata y de unos veintisiete años, tenía una voz grave.

 

 

Precisamente, el sol volvía a rutilar sobre la conurbación después de una semana y media de ausencia, debido al mal tiempo que había cundido. Inclusive, el santuario enclavado en lo alto del cerro de Monserrate era otra vez visible al ojo humano, aún desde la lejanía. Por la ventanilla del autobús era posible ver las caras de contento de la gente por el acontecimiento natural, menos apresuradas en su andar, y con indumentarias más livianas; de todas maneras, algunos iban con el paraguas a cuestas, por si acaso.

—Pero… puede que sea sol de agua —hizo caer en la cuenta él, al instante.

—Es agosto —hizo lo mismo ella.

—Uno no sabe, este clima anda enloquecido —se defendió él.

—Mejor es no pensar en eso —dijo ella. Ha llovido mucho ya.

Narcés apartó la vista de su rostro de facciones perfectas, como las de una diva del cine, para fijarse en su atuendo. Llevaba un jean apretado, ya decolorado, y una chaqueta azul cerrada hasta el cuello. Un bolso negro, abrochado, que cubría con sus manos abiertas como si protegiera insólitos secretos, reposaba sobre sus piernas bien juntadas.

—¿Hacia dónde vas? —le preguntó, a continuación.

—Al centro —respondió ella, sin titubeos.

Maquinalmente, esta vez, los ojos de Narcés se fijaron en su pelo juntado atrás en forma de una cola de caballo, que le caía en su espalda a la altura de los omoplatos, y consideró que tal manera de llevarlo correspondía con su figura enjuta. Como se hallaban sentados uno al lado del otro, con los hombros al mismo nivel, no desaprovechó la circunstancia para poner su atención en la nuca de la muchacha, con toda la cautela de la que era capaz, y reparar en su delgadez y largura. Y se sintió seducido de tal forma que hubiera podido besársela ahí mismo, de no ser por su carácter timorato. Ella pareció sonrojarse al percatarse de su curiosidad y desvió el rostro hacia el frente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó entonces.

—Hermine —reveló la mujer, con una presteza que Narcés no esperaba.

Él aguardó a que ella hiciera lo propio, pero lo que sobrevino fue un mutismo como de caverna de su parte que desinfló la expectación que lo invadía. Volvieron a hablarse cuando el autobús se detuvo en seco para recoger a un hombre que lo solicitó cuando ya lo tenía encima.

—¡Qué bárbaro! —se quejó él, refiriéndose al conductor.

—Es un loco —juzgó ella por su lado.

Y antes que Hermine volviera a desviar su mirada, Narcés creyó notar en sus ojos oscuros, grandes, cierta descomposición de su estado de ánimo pero no se puso a averiguarlo. Buscó con su mano derecha el espaldar de la silla de enfrente y se aferró a ella con mediana fuerza. Hermine copió la acción. Lo cual le permitió descubrir los escasos y dóciles vellos de su muñeca, que le indicaron el estilo de su feminidad. Cuando hubo transcurrido cierto tiempo, intempestivamente, ella posó suavemente la mano sobre él. Y antes de que dijera algo la retiró, del mismo modo en que la puso. Luego se echó a reír con delectación.

—¿Te asustaste? —indagó, después.

—No, que va —fingió Narcés, pues había sentido un sobresalto que casi le detiene el corazón.

—No creas que soy ligera —dijo ella, mirándolo de reojo, con una aparente mezcla de vergüenza y desconfianza.

—No tienes de que preocuparte —la alentó Narcés.

—Gracias —dijo ella. No quiero que me mal interpretes.

—¿Qué debo entender, entonces?—preguntó él, aún sin reponerse de la sorpresa.

—Digamos que tu compañía me ha gustado y quisiera invitarte a almorzar —manifestó Hermine, procurando no despertar suspicacias de ninguna clase en su casual contertulio.

Y llevado por un fabuloso entusiasmo que lo invadió de repente, Narcés se precipitó a aceptarle aquel convite nunca imaginado. En la parada que ella eligió descendieron del autobús. Ella lo tomó de la mano cuando empezaron a caminar por la calle y él se dejó llevar como un niño. Se movía a grandes trancos, con la energía de una felina, dando la impresión de querer llegar a su destino rápidamente.

—¿A dónde vamos? —preguntó Narcés, luego.

—A mi casa —indicó ella.

Narcés no resistió imaginar que tendría una jornada de amor impensada y eso lo hizo sentir el hombre con la fortuna más grande del mundo aquel día. Era la primera vez que le sucedía algo así. Y no tenía ninguna razón para negarse, pues nada en aquella ignota mujer sugería que hubiera necesidad de preocuparse de algo. Decidió que se reservaría para después del acto, las preguntas que se le ocurrían en este momento en relación con los motivos que la llevaron a elegirlo. Además porque iba tan fascinado con la gloria de sentirse conquistado por una hembra por vez primera que ponerse en esas ahora no le parecía la mejor forma de cubrir el trayecto hacia su domicilio.

—¿De dónde eres? —preguntó la mujer, unos pasos más adelante.

—De la costa —reveló Narcés, mostrándose complacido de su origen.

—Con ese acento, claro, de dónde más podrías ser —anotó ella.

Y agregó:

—Por esos libros no hay que ser adivina para saber que estás estudiando.

—Sí, en la universidad —confesó Narcés.

Tan pronto llegaron, Narcés se sintió asaltado por un nerviosismo repentino que ocultó poniendo las manos atrás, a la altura de sus posaderas, mientras ella buscaba la llave de la casa en el bolso y la metía en la cerradura para abrir. Adentro estaba poco iluminado porque la luz sólo provenía de los rayos del sol que lograban traspasar el opaco cortinaje que cubría la ventana de modo que requirió de unos segundos para adaptar la vista al nuevo ambiente.

—Siéntate, estás en tu casa —le indicó Hermine, observando una refinada cortesía que no le había visto hasta entonces. Vuelvo enseguida.

Luego dio media vuelta para ir al cuarto. El lugar estaba algo frío, y ante el comentario que al respecto hizo Narcés la anfitriona le recordó desde donde se encontraba que estaba en la nevera, que es como le dicen a esta ciudad los que proceden de tierra caliente.

Narcés sonrió por primera vez.

—Puedes ver la televisión —le ofreció ella en alta voz después.

Narcés dio los agradecimientos a modo de aceptación, y se apresuró a tomar el control remoto que estaba sobre el electrodoméstico. Éste se iluminó justo en el momento en que empezaba el noticiario del mediodía.

—¿Y sí Galán hubiera sido presidente? —le gritó Narcés a Hermine un rato después, al cabo de ver las imágenes recordatorias del asesinato del líder político que pasaron en la pantalla chica.

—Seguiríamos igual —corrió a opinar ella desde el cuarto.

—¿No te gusta la política? —inquirió él, en un tono burlesco más que curioso.

—La política es para los olvidadizos —comentó Hermine, cuya voz sonó en esta ocasión como un estropicio.

Narcés entendió el mensaje. Miró entonces alrededor. Divisó una cruz solitaria, pequeña, fijada en el revés de la puerta de entrada y un libro grande, de tapa negra, sobre la mesita que ocupaba el centro de la pequeña sala que daba la impresión de ser la Biblia. Al otro extremo estaban un par de sillas de plástico, vetustas, una encima de la otra como dos piezas ensambladas. En la pared, algo desconchada, había una fotografía ampliada y en su marco del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya siniestrado en los Andes con los jugadores de rugby, y no le halló relación con el ámbito de la casa ni con la personalidad que hasta entonces había observado en Hermine.

Cuando hubo visto todo, empezó a desesperarse. Pero al poco tiempo sintió a su espalda unos pasos sigilosos. Volteó a mirar. Y con una ojeada le bastó comprender que Hermine no estaba sola. Un hombre, alto, endrino, de una robustez resueltamente esculpida, cuya nariz parecía inadecuada para su rostro anchuroso, la seguía a corta distancia. Estaba en mangas de camisa, y destacábase la brillantez de su cabeza rapada. Calculó que podría ser algún pariente cercano, pues no concebía que conviviera con alguien distinto y no le hubiera informado. Empero, descartó aquella posibilidad cuando el helénico personaje le tendió su brazo derecho sobre los hombros.

—Aquí está —oyó Narcés que dijo Hermine.

Y en los ojos vivaces de aquel hombre observó un destello asesino. Narcés permaneció inmóvil en su sitio, con los ojos fijos en los dos, a la espera de que Hermine le dijera qué estaba sucediendo. Pero transcurrido unos segundos, que le parecieron una eternidad, vio frustrado su anhelo. Ellos también le observaban de forma tan ávida como si se tratara de un animal de feria.

—¿Te gusta? —le preguntó el hombre a Hermine.

—Es perfecto —asintió ella, sonriente.

—Entonces, tómalo—mandó el desconocido. Es tuyo.

—¿Qué pasa Hermine? —preguntó Narcés, enseguida, con la voz temblorosa.

El hombre rió a carcajada limpia. Luego, mirando a Hermine, dijo:

—Ya era tiempo, nos estábamos quedando sin carne.

Narcés Moreno necesitó algunos segundos para ver su infortunio.

Por Nadim Marmolejo Sevilla (*)


La prestigiosa revista literaria Palabras Malditas de México, acaba de publicar en su última edición un relato de la autoría de nuestro apreciado colaborador y columnista, Nadim Marmolejo Sevilla que, con su autorización, queremos comaprtir  con nuestros lectores. Para EL ISLEÑO.COM es un orgullo presentarlo en estas habituales Lecturas de fin de Semana. Para visitar Palabras Malditas haga click en:

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(*) Periodista y escritor colombiano. Es autor del libro de cuentos titulado “Todos los días no son iguales”, publicado en julio de 2010 bajo el sello de Ediciones Antropos de Bogotá. Hizo parte de la Antología del cuento corto del Caribe colombiano editada por el Fondo Cultural de la Universidad de Córdoba

Última actualización ( Martes, 26 de Octubre de 2010 08:42 )