Amor inesperado entre claveles

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EDNA.RUEDEAHabía crecido con la idea de que iba a morir sola. Vivió su vida en pos de ese objetivo, acumuló rencores como quien colecciona estampitas y se susurró sola todas las tardes arengas contra sus vecinos.

Hizo de su visita al espejo un ritual doloroso, fijándose siempre en los pelos retorcidos que tenía cerca a la frente, en sus cejas voluminosas y en las orejas que a su parecer eran puntiagudas como las de un duende. Se dedicó a odiar su presencia, las ausencias lógicas de los que habían muerto de vejez  y cultivó la amargura como un preciado bien.

Por eso le era tan amarga la presencia del jardinero, que viejo y calmo, arreglaba las rosas que ella se empeñaba en menospreciar. Era un hombre rudo, con manos terrosas, siempre con el overol de mezclilla gastado, unas botas heredadas que vieron mejores tiempos. Le molestó cuando le regaló la primera rosa de la primavera y cuando le trajo abono para los claveles de la esquina del jardín.

Le molesto aún más cuando le recordó su cumpleaños con un pastel que horneó en su casa, la que ella imaginaba un lugar sucio y austero, muy distinto a la casa llena de recuerdos de una familia numerosa que el tiempo disminuyó, con porcelanas y cortinas traídas de Europa.

Su ira no encontró limites cuando se descubrió a si misma esperando junto a la ventana al jardinero, el lunes en la mañana, con el vestido rosa que no usaba desde que se sentía menos vieja. No toleró el arranque de emoción que su corazón acelerado le infundió a esa vida planeada para la tristeza, mientras veía que venía por el sendero como siempre.

Pero no hubo nombre para la rabia que le dio, comprobar que se había enamorado como una adolescente y que el plan para morir sola seria cambiado para siempre. Descubrir que el amor que creyó un sentimiento desconocido, era más bien una habilidad que había aprendido entre abono y claveles.