Balada para Pedro

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EDNA.RUEDEA¿Cómo había llegado a esa posición, en ese lugar?... Eso se preguntaba Patricia mientras, apoyaba su rostro contra el piso, frente a la puerta de su cuarto, que cerrada por dentro, dejaba atrapado una realidad que había decidido omitir.


¿Cómo? Como pasó de un amor acelerado y luminoso con Pedro, un hombre joven y feliz -a veces más feliz que lo feliz- que hablaba rápido, que pensaba rápido; un hombre al que la pasión parecía salirse por los poros. Un hombre al que la velocidad lo envolvía, un ser de fuerza y luz...


Hasta que la luz comenzó a deformarse, a olvidar el sueño, a tener días eternos en los que celeridad hacia desastres. ¿Cómo pasó de ese amor de poesía, a ese torbellino de sensaciones que parecía salir de la cabeza de Pedro?...

Cuando despertó esa mañana para encontrar a su hombre desnudo y pintado de la cabeza a los pies, asegurando que “el color se le había metido dentro”, que era hora de salir a la calle y “bailar a los in-bailables”...

Ahí tirada en el piso, con el pelo que sobre el piso de madera, respirando rápido y envuelta en un llanto incontrolable, recordaba la primera vez que llamó a la ambulancia, el día que volvió del trabajo para encontrarlo sentado entre periódicos, “buscando las palabras de la maldad”... con el arma de su tío a un costado, cargada y amenazante.

Esa vez se quedaron con él, fueron necesarios tres hombres fuertes para someterlo, recordaba su mirada llena de angustia y decepción mientras las puertas se bamboleaban entre los dos.

Lo visitó cada día, en los primeros en los que no parecía encontrar ningún cambio, y en los otros en los que era un zombi, como si el alma que amó se hubiera perdido, dejando un cuerpo vacio. Ninguno de los dos era su Pedro, ni el hombre del arma, ni este fantasma que babeaba.

Estuvo con él cuando salió, caminando lento y con una receta de tres medicamentos para la mañana, la tarde y la noche.

Por un tiempo todo parecía ser la vivida imagen de un pasado mejor: Pedro trabajaba, Pedro comía, Pedro la amaba... Y entonces empezó la risa a carcajadas cuando estaba solo, el despertar a solas cada mañana, para encontrar un hombre que no había dormido en la noche, un frasco de pastillas que no terminaba nunca...

Otra vez, se veían los esbozos de un desastre, que juntos decidieron pasar por alto. Otra vez a la ambulancia, otra vez a las puertas bamboleantes, otra vez la mirada de angustia. Otra vez salía de su mano, con una receta que tenía dos renglones más.

Una nueva oportunidad, que recibió a Pedro con horas largas de sueño, con una mirada melancólica, una voz baja y el llanto que aparecía sin un motivo, sin un precedente.

No se levantaba, no la miraba, pasó de ser un amante animal, a una almohada mas en una cama que parecía crecer cada noche y aumentar la distancia entre los dos. Las cortinas abajo, y la oscuridad de la casa era solo un reflejo de lo que le crecía dentro a Pedro.



Hasta que esa mañana en su escritorio, el teléfono timbraba rompiendo en pedazos el silencio, para llevarse la voz baja de su amor. Incomprensible y sollozante, había una despedida lánguida en sus palabras, su incapacidad para percibir el placer de la vida, había opacado tanto su mirada que solo en la terminación de su vida encontraba consuelo.

Cuando Patricia comprendía lo que era esto, se levantó y se fue en medio de una nube de sensaciones y afanes. De prisa, también llorando, era consciente de que este era un final que siempre fue probable, un momento que recordaría con imágenes casi oníricas, sin la claridad de un recuerdo, más bien una pesadilla.

Apenas pudo dejar el auto en el frente de la casa que compartía con Pedro hace años, cuando el ruido nítido y explosivo la paralizó por un par de segundos. Eso era un disparo. No tenía dudas.... Caminó inconsciente del peligro, mientras le gritaba a Pedro.

Llegó hasta la puerta blanca de la habitación, su lucha inútil con la perilla plateada terminó por rendirla y dejarla agotada con la cara contra el suelo. Entre las lágrimas y el desorden de su pelo contra el piso de madera, una tibia sensación parecía confortarla: una línea de sangre rebasaba la frontera de la puerta blanca y como un beso, se despedía.