Escuela pobre

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EDNA.RUEDEAFue consignada en una escuela pobre y lejana para hacer las prácticas de final de curso. Sería maestra, lo había sabido desde que era chica y ordenaba a sus muñecas para recibir clase.

 

La escuela era una casucha sin calefacción, con pisos de tierra, con una pared gastada que quedaba al frente de unas sillas viejas y que pasaba por pizarra.
Los niños eran todos pobres, las medias eran un lujo de unos pocos, había unos buenos y unos menos buenos, unos con zapatos y otros con sus restos, ninguno comía nada distinto antes de llegar a la escuela, cada mañana llegaban como podían y hacían lo que podían con los libros viejos de otros niños con mejor suerte.

Tenían el recreo en un baldío, con una pelota de trapo que se movía bien, con una cancha limitada por tres piedras, una maceta, y la risa que provocaba un gol.
Había en la escuela un sentimiento de alegría que contagiaba la directora, pero también se trabajaba entre la resignación de un futuro limitado.

De los chicos de tercer grado, había uno especialmente inquieto, era de los que no tenia medias, de los que llegaba tarde, de los que cantaba el gol, era casi cómico ver esa carita aceitunada, sucia y cachetona, decir groserías sin filtro, concatenadas con gesticulaciones copiadas de ladronzuelos de barrio.

Y ella lo notó, lo vio como el niño que era y no como el pandillero que quería ser. Ella, había hecho un tablero que colgaba y descolgaba todos los días, era un tablón pintado de color negro, donde la tiza se deslizaba mejor que en la pared. Se lo llevaba porque material de esta calidad era cotizado en el barrio, podría hacer una pared preciosa para una casita del lugar.

Luego de muchos vaivenes, de mucho pelear y de muchas promesas rotas, entre la maestra y el chico había una relación fuerte y confiada. Entonces se le ocurrió: El niño, que vivía cerca, se llevaría todos los días la pizarra a su casa, sería el encargado del tablero. Y entonces empezó la magia: llegaba temprano, se iba tarde, entendía que era importante, cuidaba la pizarra con la misma ira con la que se veía antes pelear la pelota, y para corresponder a la confianza se hizo el mejor de los alumnos.


Cuando la maestra terminó la práctica, cuando él termino la primaria, todo había cambiado: la escuela había mejorado, se compraron paredes y sillas, tableros y libros. El caminaba a la escuela con los zapatos completos, ella se iba a proponer nuevos retos a nuevos niños. Ninguno de los dos se olvidaría del otro, porque ambos habían aprendido que un tablero, una tiza y una maestra pueden cambiar el mundo.

Última actualización ( Sábado, 12 de Noviembre de 2011 09:06 )