Mea culpa

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EDNA.RUEDA02ENBTengo incontables privilegios. Nací con ellos y me son tan naturales que no podría reconocerme si no estuvieran. Crecí en un ambiente enriquecido por la cultura y las letras, me leyeron libros y me llevaron a museos, las mentes brillantes son la constante en mi familia y mis amigos me rodean como defendiendo un tesoro.


He tenido trabajos maravillosos y hoy puedo reinventarme en un oficio sublime como la escritura, gracias a todas estas variables.

Mi hijo creció en este mismo ambiente, rodeado por un halo de comunidad que conocía su nombre, maestros que sabían dónde encontrar a su madre y una abuela que corregía su gramática mientras aprendía a hablar.

Por eso soy quien soy y frente a esta realidad, el mérito propio se hace minúsculo. La verdad es que yo soy porque somos, un peldaño en la escalera infinita al cielo, a la que le falta mucho, pero ya no toca el suelo.

¿Cómo podría entonces, desde esta posición innata de dispensa, juzgar a quien ha nacido con nada más que indiferencia? Cuyo único valor se consolida cuando vota o cuando consume, y a quien se le desprecia colectivamente, intuitivamente, constantemente…

Yo no pertenezco a ese grupo, al menos no a ese en particular, pero sin dudar, hay, y habrán, otros colectivos con estándares más altos, para los que mi humanidad no alcance la selección: círculos más cerrados, más exclusivos. Seguramente ellos nos miran desde arriba con la misma curiosidad asquienta con la que nosotros, los de la mitad, observamos a los ‘más básicos’, a los más violentos, a los más ruidosos.

La estrategia se usó siempre: [“Ellos, los judíos” (Edad Media y Alemania nazi), “Ellos, los negros” (Diáspora africana esclavizante) “Ellos, los indios” (Colonización europea), “Ellos, los champetudos” / “Ellos, los raizales”/ Ellos, los pañas” (San Andrés siglo XX y siglo XXI)] y es naturalizada –más no natural–, permite agrupar a personas y despojarlas de un nombre o de una historia, hacer un estereotipo despreciable, para que sin sentir culpa, podamos aplicarles un castigo, una restricción, una barrera, un muro; y así aumentar nuestro valor al disminuir el de ‘los otros’.

Ahora son ‘ellos’ y ya no son nuestros. Nuestra responsabilidad como especie, ha muerto.

En el camino que me plantea esta reflexión, recuerdo la sensación permanente de observancia que acompañaba mi infancia, la pertenencia implícita que se tenía a una comunidad y la certeza de que los mayores compartían una red informativa que no discriminaba situación social o geográfica: la idea de que al final mi mamá lo sabría todo, siempre. Que yo podía ser una niña, equivocarme y mejorar, mientras los adultos eran adultos. De lejos, frente a la evaluación de mis privilegios, creo que este siempre fue el mayor de todos. Y creo, que he prolongado una adolescencia irresponsable al abstenerme de ser para otros chicos, lo que fueron los grandes para mí.

Me acuso, entonces, de no ser suficiente. Mia es la culpa de no protestar siempre, de no exigir estrategias, de no ejercer mi ciudadanía, de no vetar a los malos dirigentes, de proponer sin insistir, de agotarme. Tomo en mis hombros mi cuota: yo soy uno de esos niños de la peatonal con un puñal en la mano.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan