Dentro del huracán: impresiones de un académico damnificado

Imprimir

GERMAN.MARQUEZ2Han pasado 20 días desde el paso brutal del huracán IOTA que destruyó a Providencia. Solo hoy encuentro un momento para escribir después de haber vivido lo que, sin duda, es uno de los episodios más impresionantes y más dramáticos que pueda experimentar una persona en su vida. 

Pero no voy a contar que pasó, sino para poder decirles lo que está pasando que, ojalá me equivoque, parece una muestra terrible de la tremenda incompetencia de nuestra dirigencia. No hablaré, pues, del bramido del viento ni del golpeteo del oleaje, ni del crujir de los techos y de los árboles al derrumbarse, que durante muchas horas nos hizo temer lo peor. Ni de los que lo perdieron todo, los que se quedaron, como dijo alguno, sin la tapa de una olla. Ni de la llegada de un contingente enorme de personas que aún no pasan por las casas siquiera a preguntar cómo estamos, pero si ocupan espacios que le caerían muy bien a los que están sin techo y consumen bienes requeridos por otros, como la gasolina que casi se ha reservado para ellos.

Ni de los robos que muchos de ellos están haciendo, que son inexcusables y agravan los cometidos por algunos inescrupulosos habitantes de las islas que al menos podrían argumentar su necesidad. Ni de la pérdida de muchas de las ayudas enviadas. Seguramente no hablaré de muchas cosas, aunque trataré de irlo haciendo en próximos escritos.

Hablaré de lo que estamos viviendo y de cómo tratamos de interpretar lo que está pasando, a la luz de la experiencia directa, pues la información que nos llega es precaria. La falta de comunicados oficiales que expliquen que se está haciendo y por qué me expone a incurrir en errores e injusticias, pero sé que, como yo, muchos se preguntan qué pasa, por qué transcurren los días y las soluciones de fondo no se ven, ni se explican ni se anuncian.

¿Nos piensan seguir trayendo comida y agua indefinidamente? ¿Hasta cuándo tendremos que dormir en condiciones precarias por falta de techos? ¿Por qué a la carretera la limpian una y otra vez mientras nuestros patios y el interior de nuestras casas, devastadas por el viento y la lluvia, consumen nuestras fuerzas en la lucha por ponerles un mínimo de orden y condiciones de habitabilidad? Y hablo yo, que al menos conservé parte de mi casa y un lugar más o menos protegido y no demasiado húmedo donde dormir, aunque, eso sí, en condiciones de riesgo que nadie ha venido a evaluar, como nadie ha venido a preguntar quienes vivimos aquí y cómo estamos. Hay que reconocer que hemos recibido algo de agua y comida, pero si hubiéramos tenido que depender de la ayuda estatal estaríamos muy mal.

Para tratar de interpretar algo lo que ha ocurrido quizá convenga señalar que, a diferencia de la mayoría de estas calamidades que afectan cada vez más a la humanidad, como consecuencia de nuestro desastroso manejo del Planeta, este tuvo varias particularidades cuyo análisis puede ser útil. Una de ellas, muy importante, es que nada ni nadie quedó sin ser afectado en algún grado, generalmente mayor; Mocoa sufrió una tragedia espantosa, con muchos más muertos que nosotros, pero los sobrevivientes tenían a donde ir, podían refugiarse en muchas casas y edificios que estaban incólumes, lejos del desastre.

En Providencia y Santa Catalina literalmente no quedó a donde ir. Y aún hoy no hay donde ir porque el gobierno, por razones que tendría que explicar muy bien para convencernos de que no es por incompetencia, no ha traído una sola teja para reparar ninguno de los muchos techos que quedaron sin tejas, pero en condiciones de ser reparados rápidamente por los numerosos y hábiles maestros de obra providencianos, si hubiera materiales con qué hacerlo. A falta de esta alternativa lógica, han repartido, con buena intención, pero precarios resultados, numerosas carpas de camping sobre cuya calidad la queja es generalizada.

Otra particularidad es que, a diferencia del sur de los Estados Unidos, de Centro América o de Cuba y muchas otras islas del Caribe, que no se preguntan si habrá o no huracán sino cuándo y dónde, nuestra experiencia con huracanes es poca, podría decirse que por fortuna. El último, el Beta en 2005, en realidad fue el coletazo de un huracán 1 que no obstante tuvo graves consecuencias por la misma razón de nuestra impreparación. Y no fue peor porque mal que bien antes de siete días ya estaban llegando cargamentos de tejas con los cuales recubrir los techos destruidos, lo que fue una gran ayuda pues después de Beta llovió fuerte durante muchos días.

¿Y ahora, qué viene?

En eso el pos-IOTA ha sido más benigno y ha llovido menos; aun así, mi casa sigue encharcándose cada vez que cae un chubasco, de los muy frecuentes de esta época; pienso con temor en los tremendos aguaceros que aún nos esperan si el clima sigue su comportamiento habitual de lluvias hasta principios de enero, con vientos muy fuertes por efecto de los frentes fríos y los nortes que suelen llegar a Providencia y Santa Catalina por estos meses. Escribo esto en medio de vientos muy fuertes.

Por supuesto, una particularidad muy importante es que esto ocurre en medio de la pandemia de Covid. Y aquí hay una situación muy singular, por fortuna relativamente favorable pero que debería ser objeto de la mayor atención, incluso por su interés científico. Ayer me contaba un médico local que hay numerosos casos positivos, pero que hasta el momento la mayoría son leves o asintomáticos, y que sólo unos pocos casos han debido recibir tratamiento ambulatorio; hasta ahora no hay casos graves, aunque supongo que no pueda descartarse que algunas muertes en los últimos meses puedan deberse al coronavirus.

Muchos creemos que el virus está aquí hace meses, pero que por alguna razón no ha sido más impactante. Ojalá siga así y que alguien venga a estudiarlo. Pruebas de anticuerpos quizá revelarían que gran parte de la población ya tiene o tuvo el coronavirus. Pero como vamos habrá que esperar bastante. Mientras tanto los mosquitos proliferan y el dengue amenaza; las moscas están por todas partes.

El esfuerzo del gobierno parece haberse concentrado, hasta el momento, en el tema del agua de tomar y la comida. Lo de la comida está más o menos resuelto en el corto, pero no en el mediano ni largo plazo. Mientras la gente no tenga un techo que la proteja de las lluvias por lo menos hasta mediados de enero, y le permita cocinar, las cantidades ingentes de arroz que han llegado (“arroz como arroz”), pueden quedarse sin consumir; ni hablar de fríjoles y lentejas que requieren más cocción. Los envíos de comida preparada, en algunos casos de excelente calidad, representan un gran descanso en medio de este enorme esfuerzo físico de recuperación de condiciones mínimas de vida. Pero hasta cuando durarán estos envíos de comida. Es claro que no serán indefinidos y me temo que ya sería gran cosa si llegan hasta el final del año. ¿Y luego qué?

Lo del agua para beber, que no para aseo y limpieza, también está relativamente resuelto, en gran medida porque si en alguna parte de Colombia hay una verdadera cultura de manejo del agua es en Providencia y Santa Catalina. Cada casa cuenta con un depósito de aguas lluvias, en cisternas sobre las cuales se suelen construir las casas; no obstante, el mar introdujo sal en muchas de ellas o, como en mi caso, se llevó las tapas de los tanques de almacenamiento, dejando el agua expuesta al deterioro. Pero la devastación fue tan tremenda que en muchos casos no es posible siquiera acceder a las cisternas, así tengan agua; la maraña de escombros y árboles caídos es impenetrable. Mientras tanto los esfuerzos siguen concentrados en limpiar una carretera ya suficientemente limpia.

No diré más por el momento; estoy exhausto. Yo, que ya cumplí 70 años, debí cargar a 30 metros de mi casa, donde pudiera ser recogida, lo que estimo en cerca de 300 kilos de libros y revistas empapados y destruidos por el agua; sin ninguna ayuda de los numerosos agentes del estado que se dedicaban a limpiar una carretera ya más que limpia. Hoy estuve despejando algo mi segundo piso, destruido por el huracán que tuvo la fuerza tremenda para mover una pared completa y ponerla sobre la escalera de acceso. Allí sí que menos ayuda. Y aún quedan libros, revistas y más libros empapados, pesadísimos y no poco malolientes; creo que estoy odiándolos un poco en este poshuracán.

Y el cielorraso por el piso, láminas y láminas, por fortuna livianas, pero atravesadas por todas partes. Y la carretera cada vez más limpia. Y ni una teja con que prepararnos para las lluvias que nos acompañarán este mes. Y ni un pescado para comer y la gente agotada con el trabajo y el mal dormir. Y la ayuda lenta, lenta, lenta; y sin saber que pasa, pensando lo peor, con la esperanza de estar equivocados.

Continuará… Hablaremos del miedo que nos inspira lo que pueda estar pensando el gobierno como modelo para la reconstrucción y el futuro. Y de otras cosas.

* Biólogo Marino, Investigador y Ambientalista. Catedrático de la Universidad Nacional de Colombia. Fundador de 'Sea, Land & Culture Old Providence Foundation (Prosealand)'.

 

Última actualización ( Sábado, 05 de Diciembre de 2020 05:25 )