Disidente

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El miedo nos obliga a tener todos la misma emoción y así no excluirnos del grupo que esperamos nos proteja. Al final, los poderes –sutiles o evidentes– se imponen y el diferente pierde su tenue valentía entre una masa.

Tenemos miedo a la miseria, a la pobreza, a perder todo lo que conocemos, al cambio, al otro que se reconoce. Dice la socióloga Arlie Russell Hochschild, que las normas sociales también engullen las emociones, que la sociedad determina la intensidad, la dirección y la duración de las mismas; que legitima o no, se mueve en el contexto adecuado: social, clínico o moral. Entonces la mitad de nuestros movimientos, estos que nos parecen voluntarios, en realidad corresponden a nuestra necesidad de pertenecer.

Quien ha impuesto sus valores para hacer de estas normas la ley, es un hombre blanco, victoriano, con los modales que llamaremos de ahora en más ‘bueno’. Él (todos los él) es cristiano, adúltero, heteronormativo, racista y misógino. Ha declarado que el color y la alegría deben vivir en una cajita de roble tallado donde la palabra gay (del latín-gaudium –gozo– y que pasa al occidiano como gozoso) implosione; que los otros dioses son paganos; que el enojo de la mujer es histeria; que la diferencia es barbaridad; que debe morir el hereje (del latín hereticus, que significa opción); él, que llegó a determinar cuánto y cuando una vida negra, indígena, amarilla o roja, valen.

El miedo que nos asecha, impide que se levanten las voces, y mantiene a todos bajo el umbral de la condescendencia, una suerte de mordaza que impide disentir con quien funja de Calígula. El miedo que amordaza a quienes trabajan en hospitales sin garantías y en muelles dolarizados, aeropuertos sin protocolos, de quien vive entre pandemias al asecho.

Para muchos eso es todo, dormir bajo la cobija del miedo, para otros estará siempre la empatía, que hoy, más que viral es disidente.

Última actualización ( Sábado, 04 de Julio de 2020 09:41 )