Polvo de estrellas

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Hace años, que me quedé perpleja ante una maravilla que me quemaba los ojos. Crecí como médico en un hospital que se llamaba Timothy Britton, la incongruencia de este sanatorio rayaba entre la comicidad y el drama.

Un cascarón desgastado, con áreas bombardeadas por la sal y los gobiernos licenciosos, ponía una estructura moribunda a orillas del mar más hermoso del mundo, con ventanales que dejaban ver contrastes de atardeceres naranjas y de olas azules que se rompían en blanco contra la roca, era una ruina donde, sin el asombro de nadie, se hacían milagros en todos los turnos.


Un día llegó un extranjero, era tal vez un pescador centro americano que se enamoró de una sonrisa -o de varias- en una escala en el puerto, llegó enfermo, pobre y solo. Pronto en la ciudad de los ángeles de piel oscura y ojos claros, se le diagnosticó la enfermedad que se asocia al amor de una noche, a la sangre descartable, a los hombres que aman de espaldas y a las mujeres que quieren sin protección.


Difícil como era este diagnóstico, era aun más triste la condición de soledad y abandono que siguió a este hombre. La sonrisa que lo ancló al puerto se fue primero que él, guiada por el mismo destino;  luego lo abandonó su familia, su gobierno, sus amigos, sus enemigos. Pero, no el Timothy Britton.


El hospital que se reconoció así mismo en la devastación en que se había convertido este cuerpo, se acopló a este doloroso Cristo de la modernidad, encarnado en un vestido blanco, con un nombre lindo: Clarita.


Ella, con la ternura de una madre, la convicción de una santa y la determinación que se necesitaba, lavó sus llagas, limpió sus dientes, cambió sus sábanas, le trajo comida de su casa y el televisor que ya no usaba. En sus turnos y fuera de ellos le demostró que seguía siendo un ser humano: celebraron su último cumpleaños, le contó chistes y nunca le vio con asco.


Cuando el mundo lo rechazó, Clarita Bowie, lo abrazó y fue su madre de todas las formas que el corazón lo permite: la piedad hecha carne durante más de un año,  en la habitación número 15 del viejo hospital, se salvaba el mundo con un milagro que no salía en televisión.



Clarita, pagó su sepelio, preparó su cuerpo, lo lloró y cada año en el aniversario de su muerte, vestida de blanco emoción, reza por su alma en la misa que manda a dar por su hijo adoptivo.


Como esta, tengo mil historias, sé que mi vida está llena de bendiciones por dejarme vivir alguna vez entre estos hombres y mujeres que se sobreponen a sus defectos, dejan a sus propias familias para confortar desconocidos, se hacen santos donde otros solo ven excrementos. Las enfermeras y enfermeros son polvo de estrellas entre las miserias de los hombres.