Miedo

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Lo mejor eran mis abuelos: a la mitad de la tarde, mi abuela me bañaba con agua tibia y empolvada como una rosquilla en harina, me daba algo de leche y té de menta, mientras me mecía con la brisa y la calma de quien ya lo sabe todo. Mi abuelo, prefería sentarme en sus rodillas y a través de sus binoculares, contarme cuentos de países lejanos que se conectaban por ese mar y que él conocía por la radio de la sala.

En el patio estaba ella: ‘Mañanita’, la lancha favorita de mi casa, en otros tiempos llena de gloria, era mi palacio y mi escondite. Habían cientos de cuerdas y poleas, recuerdos de un pasado, pasado por agua salada.

Creciendo descubrí el océano como fuente inagotable de risas: con Nathalie y Cuco, dos de mis primos, nos hacíamos a la mar en un bote inflable de metro y medio de largo, al que atábamos nuestras valiosas pertenencias con cordones de zapatos para ganar espacio, mía era la función de impulsar el trasatlántico nadando como un motor fuera de borda. Recorríamos la bahía desde ‘Los almendros’ hasta el  ‘Abacoa’, y volvíamos exhaustos, enarenados y en silencio, bordeando la avenida Newball.

Visitábamos a veces a las hermanas de mi abuelo, parecía tan lejos San Luis, íbamos todos juntos a ver a la Tía Iris pintando, este personaje maravilloso.  Recordaba -a sus 100 años-  más detalles del mar que un marino experimentado y con los ojos cansados mantenía una mirada encendida como un faro.

En mi casa, se pintaba, se escribía, se cantaba mar. En mi casa, los hombres son de mar, las mujeres de mareas.

Cada excursión, cada noche junto a la bahía, cada mañana con olor a mar limpio, cada pescado hecho en leche de coco, cada grano de arena, cada rayo de sol, todos me pertenecen: a todos les pertenezco.

No necesito entrar en él todos los días. Como con los grandes amores, su existencia complementa la mía; su agitación y las olas que revientan en el coral cerca a mi casa cuando en agosto las brisas se ofenden; su calma, cuando después de la lluvia todo se ve con claridad. Todo es parte de una relación que se hace intangible y condescendiente.

El Caribe me perdona la distancia y yo le perdono a él sus furias. Hoy como nunca, me siento amenazada, pasé de la ira que suele acompañar mis impulsivas decisiones, al miedo acosador  y acorralante.  El mar que crece adentro mío, se me está escapando por los ojos.

Soy consciente que ni yo, ni mi gente, sobreviviremos mucho sin los azules, me siento hoy como nunca, una especie en vía de extinción.

Una presa fácil, para un depredador grasiento que puede oler mi ansiedad. Y mientras escribo esto, mi hijo duerme en Buenos Aires, y me pregunto si… ¿tendrá que crecer sin memoria, tendrá que migrar buscando otras playas?

Última actualización ( Sábado, 30 de Abril de 2011 11:46 )