En-pimp-inar (*)

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En el mundo occidental se expande un movimiento contundente. Auspiciado por el todopoderoso #hashtag que se antepone a toda buena causa, la movida #metoo se toma todos los escenarios. Miles y miles de mujeres salen a las calles a reivindicar sus derechos, a levantar acusaciones dolorosas sobre abusos, intentos de abusos, chantajes y todo tipo de vejámenes anclados en una única condición: poseer vagina. 

Sin embargo, aparece, como producto de la corrupción, un término nuevo que redefine una práctica vieja como la prostitución –y no muy lejos de ella–, anclada en paradigmas patriarcales que le dan a mujeres jóvenes y hermosas los roles de sumisión y a hombres maduros y barrigones la potestad de proveer, en este caso con recursos ajenos.

‘En-pim-pinar’ el termino, pareciera que tiene su origen en la palabra pimp: proxeneta en inglés, pero termina por referirse a la acción de mejorar y/o aumentar los estándares de calidad de jovencitas con cirugías o intervenciones estéticas para que sirvan de concubinas a funcionarios de alto y mediano rango. 

Para ser en-pimpiniada, una mujer debe, por regla general ser soltera o en un compromiso tenue, sin hijos (o máximo uno), disponible, menor de 30 años (o mayor, pero de excepcional buen ver), confiable –pues será expuesta a innumerables conversaciones de transacciones inconfesables–   y complaciente… muy complaciente, en pocas palabras una geisha apta para el disfrute y la conversación banal.

No hay reglas sobre lo exclusiva que debe ser la relación en-pimp-inador / en-pimp-iniada, y se pueden encontrar mujeres que ostentan para sí hasta tres patrocinadores, y como no se media una relación emocional, no parece existir el conflicto.

Esta maquinaria es vertical, y las mujeres pueden, de acuerdo a su desempeño y belleza, ascender a la par de su bienhechor o cambiar de benefactor según sus posibilidades, es así como un en-pimp-inador puede acabar en-pimp-inando a la en-pimp-inada de otro.

Pero como no estamos en el Japón del siglo XIX, los dineros con los que se ejecutan estos mejoramientos de fachada humana, provienen por lo regular del erario público  y se diluyen bajo contratos otorgados, literalmente a dedo  –y en donde se ubica el dedo lo inferirá el lector– a estas jóvenes, algunas de ellas sin los méritos requeridos.

De acá se desprenden mil preguntas: ¿Cuál es la relación de poder que ejerce quien se ve a sí mismo como un pagador de favores? ¿Quién es aquí el poderoso? ¿Quién paga o quien es pagado? ¿Es otra forma de esclavitud? ¿O la máxima del capitalismo salvaje que como último bien transaccional tiene el cuerpo mismo? ¿Quién / que es el producto?, ¿Qué se paga? ¿El sexo? ¿El estatus de proveedor? ¿La honra compartida que se conoce en una suerte de club secreto?

Hasta que los poderes reales –los de los mandos medios– no recaigan en hombres que no necesiten pagar para que se hable bien de su desempeño, de las bondades de su naturaleza, o de la generosidad de su corazón con el dinero del pueblo, no sabremos cómo sería el mundo si las en-pimp-iniadas tuviesen la potestad de pagarse solas sus mejoras.

Mientras tanto, espero sentada la revolución de las geishas, y muy seguramente se necesitará más de una crónica para dilucidar este mundo fascinante.