Paseos de diciembre

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CRISTINA.BENDEKEstá prohibido. Para los isleños no hay isla, no caben. No se puede salir sin que sea un caos. Carreteras con retenes militares, policíacos, de la Occre, de todos y de todo, porque todo se jodió. Veda de gente, de residentes y de turistas, veda de gente es lo único que puede salvar esta vaina. Esta es la tragicómica historia de un paseo de sábado por el colapsado centro turístico sanandresano.

Parecía una buena idea, tan buena como puede parecer la imagen de estar en una isla con forma de caballito de mar, y caminar al atardecer por su malecón adoquinado, a orillas del sorprendente mar de los siete colores y sus arenas de dorado durazno, como dice la letra del calipso, del himno local, Beautiful San Andres. Recorreríamos unos tres kilómetros de camino, pasando por el aeropuerto, por el hotel más prestigioso de la isla, y por los comercios en los cuales se cimentó la historia reciente, recibiendo de frente el frío noreste decembrino.

Salir del barrio ya fue un reto, los hombres sesean y los perros ladran. Un agua estancada hedía a pescado podrido al frente del Fisherman’s Place, no por causa de los pescadores, que poco pueden faenar con estos mares, sino por la muerte masiva de unos pececitos panzones que llegan a la orilla en esta época. Algunos dicen que es normal. A la derecha, la pista de aterrizaje. Siempre es atractivo ver el decolaje, lo sería más si uno ignorara que los aviones no solo se llevan a la gente, sino que también la traen. La pista de aterrizaje está a la merced de cualquier borracho, o de cualquiera de los turistas locos que andan por ahí metiendo los carritos de alquiler a la playa, en donde tanto dijimos que anidan las tortugas, que viven los cangrejos, que juegan los niños.

Pero poco se hace para todo lo que se dice. Después de la brisa nocturna de un día de agosto que todavía se ve en la malla caída del Gustavo Rojas Pinilla, llegamos a la zona que ahora se conoce como el I Love San Andrès. Ahí está el letrero al que le pusieron la tilde mal, que ya lleva un mantenimiento encima aunque dicen que costó más o menos la tarjeta de turismo de unos tres mil seiscientos turistas –uno multiplica por catorce los veintiséis palos que dicen que le metieron a cada letra. De pronto hay que contar la tilde y por eso fue que se la pusieron a una frase que está en inglés. Luego divide entre cien mil y eso es lo que da.

Total, esa es la cantidad de gente que llega a la isla en menos de 48 horas. La noche del viernes había visto el letrero iluminado. Los técnicos trabajaron bajo la lluvia de los días y las noches, para afanarse y entregar un diciembre de menos de 24 horas. Por lo menos uno de los doce árboles está encendido. Seguimos caminando por Sprat Bight, entre los charquitos de agua séptica, entre las obras de reparche a pedazos, entre las escobas que dejaron los contratistas para adornarles el paso a los visitantes. Unos cinco policías requisan a unos turistas. Más adelante, más policías revisando a unos residentes. Algo pasó, pensamos mientras se nos cruza un turista que devuelve el trago barato y la comida del todo incluido, hacia la playa que huele a estiercol con pececito muerto.

Llegamos al cruce con el New Point. Vemos unas luces que no entendemos, ¿una campaña navideña, una fuente de agua? Parecen una araña o mejor, una medusa, como los centinelas de las películas de Matrix. Ojalá se llevaran a los turistas, que pasan debajo de unas hileras de luces blancas, que ya no prenden. Los técnicos de la empresa contratista –dice el chaleco la palabra Cali– están montados en escaleras con cinta pegante en mano. Envuelven la punta de las tomas como lo haría uno en la casa.

Entre andenes cerrados por obras, y el rugir furioso de motos sin carrocería por el cruce peatonal todavía sin señalizar, llegamos al destino, pero el helado está derretido. Nos devolvemos por la esquina del Classic, y nos cruzamos con el séquito de gobierno. Se tomarán fotos, inaugurarán las luces de diciembre. No están prendidas todas, pero la foto de prensa de la gobernación muestra al árbol más alto, morado, en la nueva cabecera de la peatonal.

La gente no cabe en la calle. Sentada sobre un caracol pala de concreto reflexiono callada: ¿qué tiene que ver esta decoración con la Navidad isleña? La decoración como la dirigencia, pasó a ser ciega, sorda y muda. No dice nada, no dice nada de nada. Me lo pregunto, no sin reírme de la optimista idea que surgió de pasear por el paraíso, no sin decirme que es grande disfrutar en medio de todo. Pero sin mentirme.

Esta Navidad tapa el mugre con la Luna decembrina, el cielo azul y los siete colores, en los que isleños poco se bañan porque saben que la piel pica. Cuando los turistas lleguen a sus casas, recordarán a San Andrés por el olor y las náuseas, como me dijo un amigo el viernes pasado, por el cartón en las esquinas, y las bolsas plásticas volando entre las ráfagas navideñas. Y a nosotros aquí nos queda el reguero. Peace out.

Última actualización ( Lunes, 04 de Diciembre de 2017 04:14 )