Doña Nohemí.

Imprimir

EDNA.RUEDA02ENBHabía un par de rituales que se cumplían sin excepción a principio de cada año escolar, y entre ellos la dotación de un nuevo uniforme para el colegio, era mi favorito. El lugar donde esto pasaba era siempre luminoso y feliz, lleno de retazos traídos de Panamá o de Cartagena.

Moldes, reglas, metros, tizas y escuadras, todos elementos propios de un hada madrina que hacia milagros con las formas rebeldes y resaltaba las figuras estilizadas. Había en este espacio frascos con botones, muñecas que servían de modelos, un riel con vestidos que esperaban a sus dueñas y un espejo diseñado para verse más hermosa.

Doña Nohemí como todas las modistas, guardaba celosamente un cuadernito con las medidas de cada mujer en el barrio. Conocía de primera mano cuando los cuerpos de las niñas empezaban la metamorfosis, los contornos de las panzas preñadas, las caderas que se ensanchaban y como se encogían las ancianas.

Tenía junto a este registro antropométrico, uno histórico de cada una de nosotras: anotado en lápiz negro estaban, la fecha de las primeras comuniones, los grados, los matrimonios y los quinceañeros, el gusto por el escote o la falda corta, la preferencia por botones dorados o los forrados en tela, y las curiosas peticiones de las clientas, que podían incluir un bolsillo secreto, sobras de telas para hacer un adorno de pelo o una bolsita pequeña que hiciera juego.

Ella siempre sonreía al tomarte las medidas y mostraba un genuino entusiasmo por el centímetro y medio que habías crecido en el último año. Preguntaba con interés por el curso que empezabas y las ilusiones que tenías sembradas en el: Yo, por ejemplo, sentía que me escuchaba atenta y que podía compartir con ella mi exótico gusto por las matemáticas.

Ahora puedo entender cuántas veces al día tenia esas conversaciones y como recibía para sí, tal vez como parte del pago, las esperanzas de niñas de todas las edades. A la distancia puedo ver que ese taller era en realidad un centro de sororidad que albergaba la feminidad y la alegría de un barrio en una isla, un lugar seguro para crecer, una fábrica de belleza y la complicidad que movía una mujer que trabajaba en una forma de arte cotidiano.