El único que entendió y usaba su don era el Doctor del pueblo. Solía pagarle desde niña para que hiciera esa parte del trabajo que le era desagradable: decirle a sus pacientes que morirían. La extraña niña estaba condenada por su incapacidad para mentir. Al principio esta dudosa cualidad se camuflaba entre la infancia misma, pero con el tiempo, el Doctor descubrió que la niña era inmodificablemente honesta.
La verdad, devastadora como suele serlo, la terminó aislando del resto de las personas. Escupía los pasteles de la mujer del alcalde, cuando todos los alababan temerosos, sonreía en complicidad con la monja directora después de que la encontró besando al seminarista, un domingo tras la casa cural.
Para cuando era una adolescente ya se había quedado sin amigos, y su familia le hablaba solo lo necesario, tratando de eludir sus verdades incisivas. El único que le conversaba constantemente era el doctor, quien la llamaba al menos una vez al mes para pedirle que fuera a la casa de uno de sus pacientes a decirle que moriría.
Después de un tiempo, su sola presencia, vestida de negro, frente a una casa, ocasionaba una explosiva reacción en cadena: el enfermo de esa casa estaba desahuciado. A ella la seguían el sepulturero, las lloronas y el sacerdote, que cuando la veían parada sola frente a cualquier pórtico, como un cuervo negro y desabrido, empezaban su preparación para las ceremonias. Por estos servicios, el médico le pagaba muy bien, recibía además propinas de todos los implicados en los oficios de la muerte.
De resto, si no estaba ‘trabajando’, estaba saltando con pasos cortos, llevando flores de un lado al otro, en un silencio carcelero y voluntario.
Hasta que ese día, detuvo su paso frente al potrero. Se había instalado el circo.
Una carpa grande y roñosa, albergaba animales flacos y moribundos, con miradas tristes, sin ningún tipo de desafío. Salían de la carpa enanos y malabaristas, la mujer barbuda y un payaso.
Él era joven, tenía pintada la cara de blanco, con una sonrisa gigante y grotesca, un dolor transmitido en los ojos y negado con el cuerpo.
El la vio. Y le habló. Desprevenido de los antecedentes de la muchacha, se sintió a gusto con su sola presencia. De a poco empezaron a encontrarse en el río, donde ella le hacía un inventario de los secretos del pueblo, que el anotaba entusiasmado para luego vendérselos al psíquico del espectáculo. Ella hablaba y él la escuchaba sin temor. Él le contó su vida y lo que significaba ser hijo de la mujer con pelos en la cara y de un hombre del tamaño de un barril pequeño.
Al mes de la llegada del Circo, y luego de que el espectáculo empezaba a aburrir, él le propuso que se les uniera en su vida nómada.
Pero ella pensaba que andar juntos era inútil y trágico: un encarte. El acostumbrado a la máscara y ella a la verdad, pensarse juntos era una estupidez. Él se fue triste, moqueaba un poco, pero creyó que eran las lágrimas contenidas que le habían inundado la nariz. No era así: en la noche tenía fiebre y deliraba, respiraba con dificultad y dolor en el pecho. La mujer barbuda y el enano llamaron al doctor a la media noche, y el pasó al lado del enfermo hasta el amanecer. En la mañana agotado, el medico llamo a la niña-verdad.
Como todos los días, contestó el teléfono negro de disco de la sala. Escuchó atenta al doctor, y miró al suelo, al levantar la cabeza sus ojos estaban inundados y rojos. No habló más.
Se vistió de negro y se paró frente al circo.