Es un hecho incontrovertible que la motocicleta se ha vuelto el medio de transporte más popular y módico en San Andrés y Providencia. Quizá el más apropiado para un territorio de distancias tan cortas y poco espacio para parqueaderos o grandes avenidas, como las requieren los carros.
Pero “el equilibrio entre los grandes beneficios de las motos, económica y socialmente hablando, y el comportamiento de sus conductores en las vías sigue estando muy distante”, de acuerdo con el informe de El Espectador del domingo 5 de abril de 2015.
De tal manera que es la falta de conciencia ciudadana acerca del peligro que representa para la vida humana manejar a alta velocidad o en estado de embriaguez, principalmente, y no la moto en sí, la que está convirtiendo a esta en algo peor que un demonio galopante. Y no es para menos, hay motos cuyos conductores las hacen volar, prácticamente.
La moto exige de quien la conduce mayor cuidado que cualquier otro vehículo, pues una leve caída puede ser fatal ya que el cuerpo humano es el que recibe directamente el impacto. Pero algunos las cogen para divertirse a diario en las incontroladas rutas periféricas de la isla, poniendo en peligro la vida de muchos y la propia.
Correr a alta velocidad o realizar malabares en plena vía pública, son las dos principales formas de desacato a las normas de tránsito por parte de un escaso grupo de jóvenes. Como si conducir un vehículo de estos no se tratara de un asunto serio.
La moto es un medio para acortar distancias, no la vida. Pero la inobservancia de la normativa vigente de parte de los motociclistas, no todos, por supuesto, ha conseguido que la sociedad vea a la motocicleta más como un aparato siniestro que como un medio de transporte o de trabajo, como ocurre en muchísimos casos.
Razón por la cual las autoridades se empeñan cada vez más en crear medidas de restricción de su uso en contravía de su gran utilidad, complicándole las cosas a las personas que la tienen como herramienta laboral.
En San Andrés, la alta velocidad y la embriaguez han cobrado la vida de tantísimos jóvenes, primordialmente, pero aun así un sinnúmero de ellos sigue en las mismas. Es probable que muchas de las víctimas mortales hayan podido salvarse si hubiesen llevado puesto el casco protector, por lo menos.
Pero su exigencia, por parte de las autoridades, antes que ser evaluada a conciencia es rechazada sin mayores argumentos. Incluso con justificaciones insensatas como el calor reinante o el alto precio del mismo, como si la vida no valiera más que eso. (Asunto, este último, que bien podría resolverse mediante un “pacto” con los comerciantes para ponerlo al alcance del bolsillo de todos).
La moto, en fin, es un medio de transporte útil para muchas personas (el 6% de los empleos del país dependen de este vehículo, dice encuesta de calidad de vida del DANE), más ahora que se emplea también para el transporte de pasajeros (mototaxismo, que es harina de otro costal).
Por tanto, no hay que satanizarla por cuenta de unos pocos locos.
Y quienes tienen por costumbre andar sin casco y manejar borracho, deberían pensarlo dos veces antes de decidir salir a darle oportunidad a la muerte de que se les atraviese en el camino o los convierta en su ángel de turno.
COLETILLA: “Cuando la impotencia carece de ingenio, se vuelve quejumbrosa” —Gunter Grass.
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