La teoría afirma que el problema de la guerra no fue armamentista, o tecnológico; no pasó por las adicciones que le facilitó el enemigo a los jóvenes americanos, tampoco por la doble moral a la que se exponían los muchachos, cuando un sector no menor de la juventud, los veía como parias mata-bebes asiáticos.
Según esta teoría, el problema fue nominal. Cuando se buscó un nombre para llamar en clave al enemigo vietnamita, se eligió “Charlie”, una referencia que se popularizo rápidamente entre las tropas. Un nombre que les era común, que incluso muchos de ellos tenían. Matar a Charlie se convirtió en el objetivo….
¿Pero como matar a Charlie?... Un consciente racional, que entendía que Charlie era el enemigo no parecía comunicarse muy bien con el subconsciente al que el nombre les recordaba sus amigos de la infancia, su tío favorito, el nombre de su hijo, o al menos un vecino. “Charlie”, se volvió un escudo invisible para los orientales
¿Y porque pasa esto?... Evolutivamente el hombre está preparado para ser vencedor, para eliminar a un enemigo que no se le parece, y para defender a uno al que encuentra similar. Este es el origen de la xenofobia, que definida literalmente es el miedo al extraño (Xeno: extraño, Fobos: miedo).
El comienzo entonces de las asociaciones para defenderse /atacar es el miedo. El miedo que me hace sentir incomodo frente al que no habla como yo, al que no se ve como yo, al que no piensa como yo, al que no reza como yo. Miedo a que tal vez tenga razón, a que tal vez sea su visión la que prevalezca, miedo a que sus hombres sean más atractivos y preñen, a que sus mujeres sean más dulces y enamoren.
Cuando los americanos llamaron “Charlie” a su enemigo, lo transformaron inconscientemente en un viejo conocido, con un nombre (además en diminutivo) que muchos relacionaban con una buena persona: un error tan inocente, desarmó a los adolecentes que habían enviado para “poner orden”. Matar a Charlie, ya no era tan fácil.
Es el conocimiento del otro lo que nos permite descubrir que las diferencias que creíamos defender fervientemente no son tan infranqueables como parecían al principio. Nuestros prejuicios (juicios a priori) se mantienen hasta cuando conocemos a alguien del grupo al que habíamos estereotipado, y descubrimos que el (o ella) rompe los esquemas que creíamos incorruptibles. Es nuestro desconocimiento y no el otro el que nos aparta.
También es importante la identificación particular del agresor, que suele esconderse bajo sustantivos comunes (“los guerrilleros”, “el gobierno”, “los talibanes”).
¿Qué pasaría si pusiéramos frente a frente al usuario desgastado de un servicio público, con el encargado -muchas veces por esto enriquecido- de distribuir los bienes que fueron concebidos para el bien comunitario?
Cuando el otro tiene un nombre, un pasado, un presente, un futuro: nuestras acusaciones cambian su perspectiva; pueda ser que para hacerse más laxas cuando entendemos sus circunstancias, o más rigurosos cuando sus disculpas no nos alcanzan.
El nombre, tanto para el psicoanalista como en el hombre común (que no se alcanza a imaginar lo analizado que vive), es un determinante que modifica conductas, el conocimiento de quien es el otro, de cuáles son sus motivaciones y miedos, son al fin y al cabo el origen de movimientos sociales grandes y pequeños.
La pregunta ahora es ¿quién es nuestro “Charlie”?