Siempre se escuchan los juicios severos que se hacen sobre la juventud. Siempre desde el pedestal del adulto omnipotente se emite retalías sobre la adolescencia más reciente, que siempre parece peor que la que vivía antes. Siempre se dice que “los jóvenes de ahora...” “la juventud de estos días...” como si fueran apariciones sin relación al entorno.
Fácil es culpar a otro, siempre lo es. Pero frente al error del hijo joven ¿no conviene autoevaluarnos como padres? Frente a un adolescente inquieto, delincuente, altanero, ¿no vale que nos preguntemos que clase de adultos acompañan y orientan a nuestros muchachos?
Y cuando lo hacemos, fácil también es recargar estos menesteres únicamente en los maestros, como si nuestros hijos fueran ajenos a nuestra realidad y no una extensión de nuestras costumbres.
Me parece siempre muy curioso el adulto que le pide al adolescente que vaya a clases, cuando encuentra siempre una excusa para faltar al trabajo, el que le pide que lea un libro y nunca es encontrado leyendo algo: un periódico, una receta o al menos las instrucciones para armar un librero.
Y es que muchos estudios demuestran que es más probable para un joven ir a la universidad si sus padres son universitarios, pero también lo es de ir a la cárcel si sus progenitores son visitantes frecuentes de los reclusorios.
¿Quiénes son entonces nuestros delincuentes juveniles? Son hijos de la estabilidad y la cultura, de la espiritualidad y el respeto o de la violencia y la desatención.
Los adolescentes no son fáciles, son en realidad muy difíciles. Un texto que recomiendo frecuentemente es “El síndrome del adolescente normal”; síndrome porque la adolescencia normal es tan compleja y llena de comportamientos casi predecibles que se comportan como síntomas. Normal porque en la adolescencia es el comportamiento patológico la normalidad.
Lo que afirma el autor (*) en este muy interesante compendio, es que, el duelo que enfrenta por la pérdida de su estatus de niño, la búsqueda de los límites de la personalidad del adolescente y la confrontación que requiere hacia su figura de autoridad para encontrarla, hace del joven casi un psicópata, incapaz de tomar responsabilidad de proyectarse una temporalidad, de separarse de su grupo...
Pero ¿en que convierte al adulto que le deja todas las responsabilidades a estos especímenes en crecimiento? ¿Qué dice el adulto que no sabe o no puede ser la cabeza de una familia y se mantiene el mismo en un eterno alargamiento de una juventud que lo despidió hace tiempo?
Los adolescentes no saben que el que ya pasó esta etapa, creen que lo saben pero no es así, son igual de inocentes/tontos que lo fuimos/somos nosotros.
Que una niña de catorce años haya iniciado su vida sexual y sea promiscua, no significa que sepa que es el amor; que un joven use drogas desde los trece, no significa que entienda las consecuencias. Su cerebro no ha terminado el proceso de maduración, y aunque su cuerpo parezca el de un adulto, no lo es. Lo será seguramente, si hay cerca un adulto ejerciendo una autoridad amorosa, limitando una libertad que necesita un margen para desarrollarse.
Una sociedad evoluciona siempre por las inquietudes de sus jóvenes, desde la Revolución Francesa a la Industrial; del evangelio al socialismo; todas las transformaciones emergen de la fuerza renovadora de la juventud.
Pero el joven necesita del adulto para confrontarse, para medirse, para encontrar sus diferencias, la ausencia virtual o real de un adulto que ofrezca resistencia al joven no le hará mas fácil el proceso, por el contrario lo mantendrá en un limbo en el que no tendrá claras las normas, incluso para romperlas.
Si no existe el horario de llegada, el adolescente no sabrá si está llegando tarde, si no existen las metas académicas el muchacho no sabrá si las ha incumplido.
Nos preguntamos cuál es la solución para el embarazo adolescente, la delincuencia juvenil o la rebeldía... nos preguntamos cómo corregir a los jóvenes... Pero ¿nos inquietamos realmente sobre cómo nos comportamos como adultos?
Podemos ser adultos y asumir nuestras responsabilidades. O ¿somos simplemente una especie de adolescentes que ganamos más dinero y admitimos menos crítica?
(*) Arminda Aberastury y Mauricio Knobel