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Desde el fondo del mar hasta el cielo de Dios

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EFRAÍN DAWKINSA veces me gusta imaginar que vivir en este mundo se parece un poco a despertar en el fondo del mar. Todo es más pesado, más lento. Hay oscuridad. No es que la vida sea mala, pero muchas veces se siente limitada, como si estuviéramos atrapados en lo material, en lo que se ve y se toca.

No es una idea tomada literalmente de la Biblia. Es una imagen, una forma de explicar cómo se siente muchas veces la experiencia humana: profunda, sí, pero también confusa.

Y sin embargo, incluso ahí, en ese fondo, Dios ha sembrado en nosotros algo más. Un deseo que no se apaga. Eclesiastés 3:11 lo dice claro: “Dios puso eternidad en el corazón del hombre”. Esa semilla de eternidad es la que nos mueve a buscar. A subir.

Si seguimos con la metáfora, podríamos decir que cuando comenzamos a ver más allá de lo que nos rodea —cuando nos abrimos a la fe, al amor, a la esperanza— empezamos a emerger. A salir de ese fondo.Ese primer paso podría compararse con lo que la Biblia llama el primer cielo, donde vuelan las aves (Génesis 1:20). Es un lugar todavía cerca de la tierra, de lo cotidiano, pero ya diferente. Uno empieza a ver la vida con otros ojos, aunque siga pisando el mismo suelo.

Luego está el segundo cielo, que en las Escrituras se menciona como el lugar donde están el sol, la luna, las estrellas. Ahí ya no estamos tan cerca del ruido. Es un espacio de asombro, de conciencia. Como dice el Salmo 19:1, “los cielos cuentan la gloria de Dios”. Y uno, sin entenderlo todo, empieza a confiar. A reconocer que hay un orden más grande.

Y por último, está el tercer cielo. Pablo lo menciona en 2 Corintios 12:2-4 como ese lugar al que fue llevado, donde oyó cosas que no se pueden explicar con palabras. Para mí, en esta imagen, ese tercer cielo representa la comunión más profunda con Dios. No algo que se entienda, sino que se vive. Un descanso real. Un abrazo del alma.

No estoy diciendo que esta sea una explicación exacta de los cielos desde la teología. Es simplemente una manera de imaginar el camino del alma: desde lo profundo hasta lo alto. Un viaje que no hacemos solos. Es Dios quien nos impulsa, quien nos llama.

Porque no fuimos hechos para quedarnos abajo. Ni en la oscuridad, ni en lo inmediato. Dentro de cada uno de nosotros hay un deseo que apunta hacia la luz.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

 

 

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