No es difícil discrepar con algunos ambientalistas que aseguran que el cambio climático hace parte de la conciencia ciudadana por el sólo hecho de su ocurrencia. Pues a muy poca gente de a pie se le ve o se le oye hablar acerca del tema en las conversaciones de negocios o café, callejeras o cóctel, como si ignoraran lo que está pasando.
Pareciera que la preocupación por la vida futura fuera el asunto menos importante en la actualidad.
Únicamente, tal como lo informa la revista ‘Proceedings of the Royal Society B.’, las especies distintas a la humana, como las tortugas, por ejemplo, son las que están advirtiendo los extremados cambios del clima y están transformando sus hábitos.
De hecho, uno bien podría suponer que la creencia popular está relativamente tranquila al respecto y la tensión que se experimenta en los escenarios académicos e intelectuales no alcanza a generar mayor inquietud en la gente, como para sentirse movida un actuar.
Esto lo digo porque muy pocas personas de las que interactúan a través de medios, reaccionan ante las malas noticias, como la de que los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), establecidos en la Agenda 2030 de la ONU, han perdido impulso tras una etapa prometedora. Y que los logros alcanzados se han estancado, con sólo un 15% de las metas progresando de manera satisfactoria.
Esto no parece impactar a muchos y desalienta profundamente la esperanza de quienes son conscientes de que la amenaza del cambio climático no es una falsa alarma, como si lo hacen los contradictores con desinformaciones y difamaciones.
A hoy día, concretamente, sólo un 15% de tales objetivos están bien encauzados, un 48% se encuentran moderadamente retrasados y un 37% están estancados o en serio peligro de no conseguirse, según un reciente informe de la ONU que analizó más de un centenar de estos.
Ello genera incertidumbre y preocupación en el sentido de que podría ser necesario buscar nuevas formas de acción, ya sea repensando y rediseñando los planes establecidos o ampliando los escenarios de reflexión y análisis críticos de la situación.
¿Cómo vamos a hacer para que la gente no solamente se queje a diario del calor, sino que reaccione algún día a ponerle la cara a la dura «realidad enemiga»?
Es necesaria una educación de base para la realidad. El tiempo de lectura sobre el cambio climático en las escuelas debería aumentar constantemente. Las lecciones elementales deberían estar siendo mayormente difundidas mediante imágenes para que sean intencionalmente vistas tanto en el ámbito urbano como rural. Tal vez así se podrían impregnar aquellas ideas e imágenes a los espíritus abiertos –con adecuadas y meritorias ideas– acerca de su propia corresponsabilidad con el futuro del planeta.
Más aún en un territorio de especial protección como el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina declarado Reserva de la Biosfera. Aquí, por ejemplo, el crecimiento incontrolado de la población representa un desafío enorme para la conservación de los recursos naturales y la seguridad alimentaria.
Por cierto, para ayudar a aquellos que no saben cómo conducirse en una tierra bendita –como creo debiera considerársele a la reserva de biosfera Seaflower–, valdría la pena ampliar también la difusión de los comerciales de televisión y los mensajes impresos o digitalizados, a fin de garantizar que alguien más que una minoría de ambientalistas pueda sentirse aludido cuando los vea u oiga y luego al sentir el tremendo calor, tras sentarse a la puerta de su casa, sepa a ciencia cierta a qué se debe.
Se necesitan más manos a la obra y menos labios que adulen a los líderes políticos y gobernantes que muy poco hacen al respecto.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.