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La lágrima del arrepentimiento

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SANABRIA.OBISPOEl mensaje de este domingo es un llamado amoroso pero contundente a la conversión. “Si no se convierten todos padecerán lo mismo”. Suena a amenaza, pero en realidad Dios no actúa así, es una dulce invitación que brota de sus entrañas de misericordia, porque quiere reparar su imagen impresa en nosotros, que ha sido dañada por el pecado.

Dicen que cuando el Señor vio que Adán y Eva se arrepintieron de su pecado, se llenó de compasión hacia ellos, y los tranquilizó para que no se sintieran desgraciados por haber sido expulsados del paraíso donde todo era bueno.

El Señor llamó al hombre y a la mujer y les dijo: Sé que vendrán sobre ustedes días duros, días de angustias y males que quebrantarán su ánimo. Pero sepan que yo los amo, y que nada les ha de faltar. Y en prueba de ello, voy a sacar de mi tesoro una perla para ustedes. ¡Hela aquí: es una lágrima! Y cuando se encuentren con una catástrofe, derramarán esa lágrima de sus ojos y se sentirán aliviados de su tristeza.

En ese mismo momento, los ojos de Adán y Eva empezaron a derramar lágrimas y esas lágrimas rodaban y caían por tierra. Estas lágrimas fueron las primeras del mundo que humedecían la superficie del suelo. Adán y Eva les dieron en herencia estas lágrimas a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la eternidad. Desde entonces y hasta hoy, las personas derraman lágrimas en los momentos de angustia y de desgracia, y ellas aligeran su dolor y consuelan su corazón.

Por dos motivos debemos derramar lágrimas de nuestros ojos; por el pecado social que causa dolor y sufrimiento en nuestro pueblo, y por el pecado personal, que daña la imagen de Dios impresa en el corazón de cada uno de nosotros.

Dios llora y nos enseña a llorar por el pecado social, por el sufrimiento del pueblo. Es conmovedora la escena cuando Dios se revela a Moisés en la zarza ardiendo: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3, 13 – 15).

Dios llora, pero además se la juega por nosotros, sale a buscarnos, nos jura fidelidad, se juega su prestigio y su divinidad para aligerar nuestro dolor y consolar nuestro corazón. El Señor Jesús también lloró por la muerte de su amigo Lázaro, le duele la enfermedad y la muerte, pero lo resucita y lo reintegra a su familia; llora también por la desgracia que le viene a Jerusalén, por haber desechado su enseñanza, pero es capaz de entregarse para salvarla.

Heredamos las lágrimas de Moisés y de Jesús y nos debe producir llanto la esclavitud de muchos hermanos sometidos a la esclavitud de la droga y del alcohol; lágrimas de vergüenza debe recorrer nuestras mejillas por la corrupción, madre de muchos males, y por la violencia que trae dolor y muerte a muchos hogares; tenemos que llorar con quienes tienen que abandonar su tierra para aventurarse a buscar condiciones mejores de vida. Nos debe hacer llorar la pobreza de muchos, la marginación de tantos y las condiciones de miseria en que viven hermanos nuestros, inclusive vecinos y familiares.

El dolor de nuestras gentes debe arrancarnos lágrimas comprometidas, que nos muevan a ayudar a quitar los sufrimientos del pueblo. Llorar por llorar no tiene sentido, es necesario llorar con el firme propósito de buscar al menos, las cosas más elementales en la vida de nuestra comunidad como son la vida, la libertad, el pan, la paz y la justicia.

También nos debe arrancar lágrimas nuestro pecado personal. Lloramos por el sufrimiento de nuestro pueblo, pero nos cuesta llorar por la maldad que cada uno de nosotros le causamos. Nos cuesta asumir la propia culpa. En cada eucaristía, como un ejercicio mecánico golpeamos nuestro pecho diciendo, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, pero en realidad no asumimos nuestro pecado, vivimos inculpando a los demás y huyendo del sacramento de la reconciliación. Con nuestro pecado causamos dolor y deberíamos llorar de arrepentimiento.

Jesús advierte de nuestra dificultad para asumir nuestro pecado y llegar a la conversión, cuando menciona el caso de los galileos que fueron asesinados y los dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató; dice la gente que murieron por pecadores, pero Jesús lo desmiente advirtiendo que, si no se convierten, todos perecerán de la misma manera (Cfr Lc 13, 1 – 9). San Pablo ratifica diciendo que “lo que sucedió con nuestros antepasados es figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuremos, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador” (1Cor 10, 5 – 6).

Con lágrimas de dolor porque ofendemos a Dios, tenemos que emprender el cambio de vida. Debemos aprovechar que Jesús es el agricultor y pide al Dueño un tiempo más para ver si es posible que produzcamos higos de nuestras entrañas. Dios siempre ofrece oportunidades para cambiar y corregir lo que hacemos mal. El fruto de las lágrimas por el pecado personal ha de ser la conversión, de lo contrario son lágrimas de cocodrilo. Debemos tener la confianza del salmista: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura” (Sal 102, 3 – 4).

Creo, Señor que somos herederos de las lágrimas de Dios. Pero aumenta nuestra fe para que no derramemos lágrimas de odio, sino de amor; que no lloremos con desilusión, sino con esperanza de vida; que no sean lágrimas egoístas, sino fraternas y solidarias. Esas lágrimas son perlas divinas y de ellas somos herederos.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

Última actualización ( Domingo, 23 de Marzo de 2025 03:01 )  

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