El 19 de marzo, a las ocho de la mañana, en una pequeña isla del Caribe, seis mujeres hicieron un juramento: cambiar el mundo. Lo dijeron con convicción, con la mirada firme y la piel marcada por la historia de quienes han tenido que luchar siempre el doble.
Seis mujeres que, en otros tiempos, habrían sido relegadas al silencio, hoy alzan la voz y se proclaman dueñas de su destino.
A veces parecen frágiles, demasiado frágiles para sostener sobre sus hombros el peso de los errores del pasado, las desigualdades heredadas, los sistemas diseñados para dejarlas atrás. Pero es solo una ilusión. Han sido moldeadas por la resistencia, por la determinación de quienes han aprendido a moverse en un mundo que constantemente les pone obstáculos.
Son producto de una realidad donde el agua potable no siempre llega a sus hogares, donde las calles rotas parecen reflejar la falta de oportunidades, donde los libros no son compañía habitual. Pero, contra todo pronóstico, decidieron resistir. Decidieron aprender, crecer y transformar.
Prometieron cambiar el mundo y para eso estudian en el jardín del paraíso, donde la naturaleza es aula y el conocimiento su mejor herramienta. Allí descifran los secretos del cuerpo, del alma, de las matemáticas y de las moléculas. Allí se preparan no solo para cuidar, sino para liderar, para tomar las riendas de un futuro que, durante siglos, les fue negado.
Ese 19 de marzo se mostró un experimento social sin precedentes. Frente a nosotros, un pequeño escuadrón de estudiantes de la Facultad de Enfermería de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Caribe, logró emocionarnos con una hipótesis simple, pero poderosa: ¿Y si educáramos a una nueva generación, pensando en nuestro territorio?
¿Qué pasaría si les diéramos todas las herramientas para cambiar la realidad desde adentro? Hay muchas emancipaciones posibles. Esta es mi favorita.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.